lunes, 2 de enero de 2017

La salsa de tomate, una buena compañía en el plato

(Un texto de Francisco Abad Alegría en el suplemento gastronómico del Heraldo de Aragón del 31 de mayo de 2014)

Aliño de pasta, remedio de albóndigas de dudosa consistencia, acompañamiento de huevos fritos, de arroces presuntamente caribeños, de acelgas con jamón, de todo lo que se ponga a tiro. Es una salsa con claro marchamo español, fácil de elaborar y muy agradecida.

Puede que la salsa de tomate sea uno de los ingredientes más determinantes de las cocinas españolas tradicionales, junto con el azafrán (antaño) y el pimentón; evidentemente es un ingrediente, pero al tiempo una fórmula, como la salsa de soja en otras latitudes. En definitiva, un claro valor de la cocina actual, que da aroma, color y sabor a los platos y sin la que no existirían muchas de las recetas con las que nos deleitan abuelas, madres y profesionales de los fogones.

Algunos atribuyen su patente al aragonés Juan Altamiras, a mediados del siglo XVIII, mas la cosa no es tan simple. Hay noticia del difundido empleo de tomates en España por la misma época, a través del testimonio del médico y botánico José Quer y Martínez, que dice, en 1764, cómo el tomate no solo no es venenoso, tal como se consideró antaño, sino que tiene amplia cabida en la cocina, porque da "una delicada salsa que da agradable sainete al cocido y otros platos, en mesas populares y distinguidas", se emplea en todos los guisados y que se toma crudo en ensalada o con un poco de sal en el desayuno de los trabajadores del campo. Resulta interesante además este testimonio porque alude a la "fritada de tomates y pimientos que forman la comida e igual plato de la cena de los pobres".

Aun asumida la popularidad y difusión del tomate ya a mediados del siglo XVIII, tenemos noticias del aragonés Ignacio Jordán de Asso, que detalla en 1798 hasta lo obsesivo la producción de cada localidad y zona geográfica aragonesa y al mencionar, por ejemplo, Zaragoza, cita los diferentes tipos de olivas, de higos, de lechugas, de nabos, de cereales, y no se ocupa ni poco ni mucho de mencionar los tomates y los pimientos. La interpretación más verosímil es que el tomate, como el pimiento, es más un recurso de autoabastecimiento que una producción de auténtico relieve comercial; se mantiene en el ámbito doméstico sin caracterizar agronómicamente a ningún enclave geográfico. Ello es plenamente coincidente con las referencias del historiador de alimentación McCue de 1952.


La salsa de tomate se hizo muy pronto popular y universal en la geografía de las Españas, peninsular, insulares y ultramarinas. Sin embargo, su penetración no fue homogénea en todos los enclaves, y, por ejemplo, en el rastreo que González Turmo hace de recetarios domésticos andaluces, no se detecta una auténtica generalización hasta bien entrado el siglo XIX. La generalización llegó a hacerse agobiante. El periodista y escritor Josep Pla, al referirse al tomate en salsa se explaya con duras expresiones, como la siguiente: "Considero un error el exceso de tomate como elemento culinario; un error, a mi entender, que nunca se ha de cometer. En definitiva, el tomate, rebasados ciertos límites, produce los mismos efectos que el exceso de ajo". Asimilada la feroz andanada de Pla, busquemos remontarnos unos años para saber cómo y cuándo la salsa de tomate penetró en las cocinas españolas, atemperándolas, enriqueciéndolas y al cabo uniformizándolas en parte.


La primera referencia escrita sobre la aclimatación española del tomate es de Gregorio de Ríos, sacerdote del siglo XVI, cuidador del jardín botánico de Aranjuez en tiempo de Felipe II. Dice el mosén que los tomates son buenos para hacer salsas y que los españoles "adoptaron el método de los aztecas al preparar los tomates en salsa". Por cierto, cuando el mosén Gregorio de Ríos menciona la salsa de tomate azteca, se refiere a una salsa vigorosamente picante de guindillas o ajíes, tomate, cebollas silvestres y sal, que según testimonio de Bernal Díez del Castillo, en 1519, utilizaban estos mesoamericanos para alegrar la degustación de brazos y piernas de las víctimas de sus sacrificios humanos. De modo que la genuina salsa mexicana tiene un origen un tanto siniestro. Salvado este escollo antropológico-moral, parece que el italiano Mattioli relevó al pimiento picante del salseo a mediados del siglo XVI y confeccionó una salsa de tomates fritos en aceite son sal y pimienta, que resultó excelente acompañante de la pasta, que así dejó de estar 'asciuta'.

Probablemente, la primera salsa de tomate semejante a la actual, apareció escrita en la obra del napolitano Antonio Latini en 1692, e incluía tomate, cebolla, aceite y un deje de pimiento. Fórmulas posteriores prescinden de los pimientos, como sabemos picantes en su mayoría en la época. Reivindicar como exclusivamente italiana la fórmula de la salsa de tomate en el momento de su presentación en público, básicamente el siglo XVII, es una simpleza; está muy lejos Garibaldi y muy cerca el reino aragonés de Nápoles y Calabria; la fluencia cultural España-Italia (España unida-reinos italianos fragmentados) en ese momento es total.



La consagración material de la salsa de tomate en España se produce en pleno siglo XVIII, lo que con las referencias aportadas antes, indica elocuentemente que su inicio es del pleno siglo XVII, difundiéndose hasta impregnar al cabo todas las cocinas españolas. Juan de la Mata, maestro repostero, nos da dos fórmulas de salsa de tomate en su obra ‘Arte de repostería' de 1747. En efecto, habla de una receta «a la española», que es una salsa fría de tomates picados y asados con otros elementos, y de una segunda receta, «de otra manera», semejante a la actual, que se sirve caliente. A más de lo interesante de estas dos fórmulas de salsa de tomate, el autor añade un párrafo que no tiene desperdicio: «Executanse diferentes modos de estas salsas, según el gusto de cada uno, que por muy comunes, se omiten». Es decir, que lo único canónico de las salsas españolas es que tienen tomate, sal, aceite y algún aroma vegetal, pero no incorporan pimiento y tienen múltiples variaciones, lo que acredita su plena inculturación ya antes de principios del siglo XVIII.

Juan Altamiras, en su obra publicada en 1758, tiene una receta de abadejo con tomate, que es el directo precedente del ajoarriero al estilo navarro y aconseja al cocinero novel: «…procura echar perejil o tomate, y te podrás chupar el dedo, si no eres político». Es decir, que ya a mediados del siglo XVIII el tomate es remedio de cocinas poco brillantes, por medios o por confección. La edición de un recetario manuscrito andaluz fechado hacia 1740, revela qué común era la salsa de tomate, que se emplea para enriquecer las patatas guisadas y para aliñar pescado hervido.

El manuscrito del cocinero conventual navarro Antonio Salsete ('El cocinero religioso') probablemente es contemporáneo o poco posterior de la obra de Altamiras. En él se refiere una receta de salsa de tomate, una cazuela de tomate que es auténtica salsa de tomate con la excepción de que los frutos se mantienen lo más enteros que sea posible y el bacalao en salsa de tomate al mismo estilo de Altamiras. Años después, el opúsculo sevillano que recoge los modos habituales de comer de las casas jesuíticas (1818) recoge la fórmula de salsa de tomate cocida, similar a la actual y consagrada por el uso. El colofón de todo lo dicho, la explicación de por qué la salsa de tomate se enseñoreó de la cocina española a partir del siglo XVII, es la expresión de Salsete, el fraile cocinero navarro que declara: «En habiendo tomatillo, todos son buenos cocineros».

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