(Un artículo de Lola Fernández en El Magazine de El Mundo
del 6 de enero de 2013)
No tiene valor nutricional pero se le atribuyen propiedades
curativas y es uno de los platos más especiados en China.
Advertencia: las siguientes líneas pueden herir su
sensibilidad. Describen las malas artes utilizadas en la pesca del tiburón, un
viejísimo pez -existía ya hace 450 millones de años-, que en las últimas tres
décadas ha pasado de malo de la película a víctima de una caza cruel e implacable.
A un ritmo de 100 millones de capturas anuales, los expertos fijan en un 90% la
reducción de su número en todo el mundo. Y todo por una sopa...
Para elaborar la exquisita receta, que en su versión
más industrial se sirve también en la práctica totalidad de los restaurantes chinos
occidentales, los pescadores capturan al animal, lo suben al barco y cercenan
sus preciadas aletas, dorsal y caudal. Una vez mutilado, lo arrojan al mar,
donde muere lentamente, desangrado y ahogado. No hay espacio para almacenarlo en
los barcos palangreros, donde solo la carne útil tiene lugar. Según la Unión
Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), cada año se
procesan alrededor de 8.000 toneladas de aletas, lo cual significa que se arrojan
y desechan alrededor de 200.000 toneladas de tiburón.
Despilfarro, sí. Y crueldad extrema también.
La voracidad que persigue al rey de los océanos, el
pez que ocupa la cúspide de la cadena alimenticia marina, tiene su epicentro en
China. La creciente clase media del país no quiere privarse de la exquisitez más
selecta para ellos, aquella con la que se alimentaba la mismísima dinastía Ming,
y que es utilizada en bodas, banquetes y bautizos para adornar su mesa con un
plato que es símbolo de elegancia, influencia y salud. A los nuevos ricos les pirra
el costumbrismo imperial, aquí y en China. Según una encuesta de Wildaid y
Chinese Wildlife Conservation Association de 2008, un 35% de los chinos confesó
haber probado la dichosa sopa a lo largo del año. Eso significa un potencial mercado
de 100 millones de personas, que crece un 5% anual.
"El atractivo de este plato deriva de su origen:
proviene de la tradición culinaria imperial, con una cierta generalización entre
las élites en la dinastía Ming (XIV-XVII)", explica Manuel Ollé, profesor
titular en Historia y Cultura de la China moderna y contemporánea en la Universidad
Pompeu Fabra, y autor de Paradojas
chinas (2005). "Supone
una marca de estatus y de deferencia hacia los invitados, por su elevado coste
y por el simbolismo de lo que implica su obtención. A este atributo de
exhibición de poder se le añade la creencia de que la aleta incrementa la
potencia sexual, además de contar con todo tipo de virtudes dietético-curativas.
Resumiendo: es una marca de exhibición de prestigio para quien se la puede
permitir. Por eso su consumo se circunscribe a grandes banquetes de boda, de
empresa o institucionales", afirma Ollé.
Zhao Yumin es el propietario del restaurante
barcelonés Miramar. El plato mantiene el tirón gracias a lo exótico que resulta
entre el público español y a la carga simbólica que tiene entre los chinos. Y aunque
aquí su precio no se sale de los márgenes habituales de una carta normal, en
Asia puede alcanzar los 300 euros por cuenco: "Apreciamos mucho todo lo
escaso, pero su fama entre los miembros de la casa imperial es lo que la ha
convertido en una receta tan valorada. Los antepasados descubrieron que la
gelatina de las aletas contiene una sustancia muy buena para el cutis, y de ahí
pasó al palacio. Los emperadores eran como el rey Midas: todo lo que tocaban lo
convertían en oro", relata Yumin.
Vayamos al oro. En España, un kilo de aleta puede
costar unos 100 euros, pero en el mercado asiático su valor puede alcanzar los 600.
Lo habitual es que, una vez en tierra, cada par de aletas se seque y se venda
de forma ilegal. Para hacer la sopa, hay que retirarles la piel y el cartílago,
y extraer las fibras de colágeno que parecen tener tantas propiedades. Son
estas fibras las que se venden a los restaurantes de lujo: para obtener un
kilo, hacen falta unos 45 de aleta sin tratar. Lo más curioso del caso es que
la sopa no tiene valor nutricional alguno. Su patrimonio es absolutamente
inmaterial, así que, visto lo visto, a un occidental solo le cabe preguntarse:
¿pero está buena?
Dulce Bendaña, propietaria de la pescadería Estrella
de Mar en La Coruña, compró el pasado septiembre cuatro tiburones; 145 kilos
por cabeza, cuya carne se destinó a "colegios, residencias y menús". No
es nada habitual que este enorme pescado llegue en nuestros barcos, a no ser que
sea capturado en la zona de Gran Sol, en cuyo caso está vendido a algún
restaurante de Madrid o Barcelona antes de su llegada a puerto. Las aletas tuvo
que tirarlas, porque "aquí no se aprecian estas cosas, somos muy tradicionales
para la comida y no nos gusta nada variar".
Sin embargo, se llevó una de ellas a casa: un
naturista le recomendó una vez polvo de aleta de tiburón para curar una
dolencia, y vio que el bote costaba 100 euros, así que decidió probarla para ver
si su fama era merecida: ''La cocí durante tres horas en agua y sal, hasta que
soltó la gelatina. La aleta se fue deshaciendo poco a poco y la piel quedó
entera. Sabía a mar, a pescado fuerte, fuerte. Me gustó, pero no entiendo que
paguen tanto dinero por ella. No es una cosa tan gustosa de comer, la verdad.
Yo no daría un duro por esa sopa", sostiene rotunda Bendaña.
Algunos chinos comienzan a sumarse a las filas de
Bendaña y a rechazar esta sopa letal para los escualos. Las campañas que los ecologistas
han llevado a cabo en los últimos años han empezado a surtir efecto, y el
consumo de aleta podría verse afectado. Tanto que algunos hoteles en Hong Kong
ofrecen descuentos a las parejas que descartan esta tradicional receta en su
banquete de bodas. Y en Internet circula una original iniciativa que exhorta a
los invitados de las bodas en las que se sirve aleta a rebajar el monto de su
regalo.
La presión está empezando a ser tal en las grandes
ciudades del país asiático que Citibank Hong Kong tuvo que retirar una promoción
en la que ofrecía un descuento en este plato a los poseedores de sus tarjetas. En
la capital, solo las personas de mayor edad parecen resistirse a las campañas en
contra de la sopa que protagonizan estrellas como el jugador de baloncesto de la
NBA Yao Ming, el gimnasta Li Ning o el músico Liu Huan. Sin embargo, en la
región de Cantón, corazón de la cocina china que tiene a la sopa de aleta de
tiburón como la guinda de su recetario, la tradición continúa.
Una encuesta de Bloom realizada en 2010 reveló que
el 89% de los siete millones de personas que viven en este territorio había
degustado el plato al menos una vez en el último año. La mitad de ellos,
además, reconocía haberlo hecho para conservar una tradición y solo un 5% de
los novios decidió no incluirlo en su menú de boda. Sin embargo, cabe la
esperanza de que la cría controlada de tiburón, y no la pesca ilegal, pueda
contentar a los más conservadores: un 66% de los consultados admitió que no se
sentía cómodo consumiendo una especie en peligro de extinción, y más del 75% confesó
que no le importaría que la receta fuera retirada de los banquetes, cosa que ya
se ha hecho en los convocados por el mismísimo Gobierno chino.
El pasado mes de diciembre la agencia oficial de
noticias Xinhua se hizo eco de una circular del Consejo de Estado que ordenaba a
todos los niveles de la Administración que se dejaran de servir sopas de aleta
de tiburón en los banquetes oficiales. Un mes antes, la Unión Europea prohibió totalmente
(solo con la oposición de los eurodiputados del PP españoles) la práctica del
aleteo o finning – la técnica que consiste
en cortar solo las aletas de los tiburones y lanzar el resto del animal al mar-.
La decisión, vital para la conservación de la
especie, es una mala noticia para España, ya que somos el tercer exportador mundial
de aleta, solo por detrás de Indonesia y La India, que no tendrán que hacer frente
a prohibiciones, y la medida podría llegar a costarnos 9 millones de euros. Las
organizaciones conservacionistas no solo se alegran por la protección del
tiburón, sino porque evita los daños colaterales que su desaparición puede
ocasionar en el medio marino.
"Ellos son los encargados de limitar la
población de otros predadores que, de no ser devoradas por los escualos,
esquilmarían el mar", explica la doctora Allison Perry, científica marina
de Oceana Europa. "Ayudan a mantener la diversidad de los ecosistemas marinos,
y su desaparición puede traer consecuencias impredecibles", añade. Una de
ellas se vivió recientemente en Tasmania por la falta de capturas de langosta: al
desaparecer los tiburones de sus costas, aumentó la población de pulpo, el mayor
predador de este manjar. Además, la repoblación no resulta fácil. Los tiburones
tardan hasta 15 años en llegar a la edad adulta y solo tienen una cría así que
costará recuperar su población.
Aún queda otra razón para desterrar esta
controvertida sopa de nuestro menú: recientes estudios confirman que las aletas
(así como otras partes de los escualos) contienen cantidades de mercurio que
superan ampliamente lo permitido para el consumo humano. El tiburón filtra a lo
largo de su vida millones de litros de agua a través de sus branquias,
acumulando así muchos más metales pesados que otros seres vivos. En Estados Unidos
su consumo está totalmente contraindicado en embarazadas y niños. Un estudio
firmado por National Geographic viene
a poner la puntilla a esta paradójica situación: si cada año muere una media de
cinco personas a causa del ataque de este animal, su potencia letal se multiplica
casi por 50 si lo consumimos en sopa. Se estima que más de 250 personas mueren
en el mundo atragantadas o intoxicadas por el polémico plato.
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