(Un artículo de Caius Apicius en el suplemento
gastronómico del Heraldo de Aragón del 22 de junio de 2013)
Confieso no aprendí a apreciar la gamba hasta entrar en mi
primera treintena; pasé mi juventud en mi tierra natal, Galicia, en cuyas aguas
es especie extraña, y mi contacto con ella se limitaba a esos anodinos ejemplares
con los que se adorna lo que el común de los mortales no valencianos conoce como
paella.
Mi camino de Damasco tuvo dos 'caídas de caballo': en el
Bajo de Guía sanluqueño, de la mano de los hermanos Bigote, en cuanto a la gamba
blanca; en el desaparecido Ca'Sento de Raúl Aleixandre (padre), en Valencia,
para la que llamamos roja.
Hoy soy devoto de las gambas; la roja, concretamente, me
parece uno de los mejores regalos que ha hecho Poseidón al género humano. Si se
lo hubiera ofrecido a los atenienses en su día, estos no hubieran consagrado su
ciudad a Atenea.
Hablamos de gamba roja. En realidad, oficialmente (según
la FAO) es gamba rosada: hay otra más roja, pero no frecuenta las aguas del
Mediterráneo occidental, prefiere nadar por mares turcos. Rosada, pero la
seguiremos llamando roja, y seguiremos apreciando las desembarcadas en lugares míticos
como Palamós, Denía, Garrucha, Mallorca...
¿De dónde viene el vocablo? Sabemos de dónde vienen las
mejores gambas, pero ¿de dónde viene la propia palabra? Hay que decir que,
hasta los años 30 del siglo pasado, gamba significaba sencillamente, como en
italiano, la parte del animal comprendida entre la rodilla y el pie. El Diccionario
nos dice que esa acepción es desusada, pero el habla juvenil la ha recuperado, y
hoy se habla de «meter la gamba» por meter la pata.
La búsqueda de gambas en los libros de Covarrubias y
Corominas nos dirige siempre a la extremidad inferior. Hay que buscar la voz
camarón para llegar al fondo de la cuestión. Camarón deriva de cámaro, y éste
del latín cammarus, que viene del griego kammaros. En italiano pasó a ser primero
gambaro y luego gambero; en castellano dio camarón, pero también cámbaro, que
es un cangrejo más parecido a la nécora.
Gambero, que según Covarrubias viene del hecho de que
estos crustáceos tienen muchas patas o gambe, se hizo esdrújula en castellano, y
así aparece en el 'Arte de Cozina' de Francisco Martínez Montiño, que fue
cocinero de tres Felipes: el II, el III y el IV.
En ese libro, publicado el mismo año (1611) que el de
Covarrubias, dice: «Estos pescadillos de conchas, que se llaman mariscos, como son
los cangrejos, pesebres (se refiere a los percebes), gámbaros, almejas y otros
muchos, todos son buenos cocidos con agua, sal y pimienta, porque es mucho
gusto descascados y comer los tuétanos... ».
En fin, resumiendo: la palabra pasó al catalán como
gamba, y de ahí al castellano. Y no fue hasta 1936 cuando entró con el
significado actual en el Diccionario, en su décimo sexta edición.
Hay una cosa que me intriga mucho. En el excelente e
interesantísimo libro 'El Gizado Sefaradi', escrito en ladino por Moshe Shaul, Aldina
Quintana Rodríguez y Zelda Ovadia y editado a mediados de los pasados 90 por
Ibercaja, aparece una 'salata de gambas asadas'. Curioso: los judíos no comen
marisco, no tiene escamas. Es una ensalada... de pimientos.
Cuando los judíos fueron expulsados de España, en 1492, nadie
usaba la palabra gamba para referirse a un marisco. Por otra parte, los
primeros pimientos los trajo Colón de las Indias Occidentales en 1493. ¿Cómo llegó
la palabra gamba a significar pimiento en el castellano de los sefardíes? Una
cuestión cuya respuesta ignoro y que me encantaría conocer.
GAMBAS
A LA PLANCHA CON ALBARIÑO. Al grano. Aprovechando la inauguración
de una nueva pescadería en el barrio, nos hicimos con unos bonitos ejemplares
de gamba roja. Ya en casa, dispusimos una sartén de hierro, cuyo fondo cubrimos
generosamente con sal marina. Puesta sobre el calor culinario, esperamos a que
estuviese bien caliente. Colocamos las gambas, una junto a otra, sin solaparse;
por encima, un poco más de sal gorda. Al minuto las volteamos, y rociarnos las
cabezas con apenas unas gotas de aceite perfumado con ajo y guindilla. Un
minuto más y retiramos la sartén; dejamos reposar quizá otro minuto, y a la mesa,
en íntima relación con un excelente albariño de las Rías Baixas, para unir dos mares.
Deliciosa experiencia.
Dejemos claro que los tiempos son orientativos: se trata
de que el interior de la cabeza quede bien jugoso, pero que el caldo que suelte
no tenga un color verde negruzco, y la textura de la cola resulte firme, destacando
un maravilloso contraste entre rusticidad y elegancia. Vamos, que estén hechas;
poco, pero hechas.
Habrá quien diga que la receta no es la ortodoxa. Pues
no. Ni falta que hace. Porque, uno, no creo en la ortodoxia tampoco en cocina, y,
dos, esas gambas estaban hechas a nuestro gusto. Y nos supieron a gloria, y más
con todas las historias que llevan dentro. Que ya dejó escrito lord Bertrand
Russell que cuanto más se sabe de una cosa, más gusta ésta. Qué razón tenía el
Nobel de literatura del 50.