(Un artículo de Isabel Navarro en el XLSemanal del
30 de mayo de 2010)
No es verdad que sea un alimento típico de lugares
cálidos, no es cierto que lo consuman sobre todo los niños y tampoco lo es que
todos sean más o menos Igual de ricos.
Decir que no a un helado es ningunear uno de los
grandes placeres de la vida. ¿Cómo privarse de un granizado de café, con nata
junto al mar o resistirse a los tropezones de un brownie de chocolate que empieza a derretirse? El helado es una
tentación tan vieja como el gesto de llevarse un trozo de hielo a la boca. De
hecho, algunos historiadores sostienen que fue en China, dos siglos antes de
Cristo, cuando se mezcló por primera vez nieve de las montañas con trozos de
frutas y miel, y se atribuye a Marco Polo el haber divulgado la receta en
Italia al regreso de uno de sus viajes por el lejano Oriente. También es
posible rastrear la existencia de helados en la civilización romana, ya que
Nerón era un gran aficionado, pero se sabe que fueron los cocineros del
califato de Bagdad quienes refinaron la calidad y variedad de la receta con
zumos, hierbas y pétalos de flores. Los árabes fueron los primeros en utilizar
la leche como ingrediente principal en su producción, así como en endulzar la
mezcla con caña de azúcar.
A finales del siglo XVII, el salto de calidad lo
hizo el italiano Procopio cuando inventó una máquina que homogeneizaba las
frutas, el azúcar y el hielo, con lo que se obtenía una verdadera crema helada,
similar a la que hoy conocemos. Procopio abrió en París el Café Procope en
1661, sedujo a los intelectuales de la época, como Victor Hugo, y poco a poco
«il gelato» comenzó a incluirse en los libros de cocina de Francia y Gran
Bretaña. Cuarenta años más tarde, los helados llegaron a América del Norte,
donde alcanzaron su máxima popularidad (de hecho, hoy Canadá sigue siendo el
primer consumidor del mundo y Estados Unidos el segundo, con 26 y 25 litros de
helado, respectivamente, por habitante al año).
En nuestro país, durante siglos el consumo de
helados fue un lujo al alcance de pocos, ya que era necesario disponer de nieve
a granel y de un sistema para conservar la temperatura. La falta de congelador
se solucionaba con dos recipientes de madera o estaño, uno dentro del otro. En
el más pequeño se preparaba el helado y en el espacio que quedaba entre uno y
otro se introducía una mezcla de hielo y sal. Hay testimonios del siglo XVI que
hablan de la existencia de 'neveros' para almacenar la nieve con fines
gastronómicos, pozos en los que se acumulaba el hielo mezclado con paja durante
el invierno para mantenerlo el mayor tiempo posible. Los había en la sierra de
Granada y en Madrid, donde existía una Puerta de los Pozos de la Nieve, en la
actual glorieta de Bilbao.
Desde luego, las cosas ya no son como eran y en 2008
cada español consumió 6,5 litros de helado, algo más que la media europea,
aunque aún estamos lejos de alcanzar los 12 litros per cápita de Finlandia y
Suecia, los mayores consumidores del continente, que contradicen el tópico de
que los helados son para el verano. El consumo en España no ha dejado de crecer
en la última década y, aunque sigue asociándose al calor, cada vez es menos
estacional. Según la Asociación Española de Fabricantes de Helados, el
consumidor medio en España es una mujer de entre 26 y 35 años que los compra
todo el año, pero que en verano llega a tomar hasta seis unidades a la semana.
Agua, azúcar, leche, nata, huevos y fruta o
chocolate son los ingredientes básicos del helado tradicional. En el helado
industrial, el agua es el componente mayoritario (54 por ciento de media) y
suele tener un 10 por ciento de grasa de leche y un 20 de sólidos lácteos. La
grasa es la causante de su textura y el azúcar endulza y ayuda a que el helado
funda mejor. Así, si detectamos cristales grandes de hielo en el helado, algo
siempre desagradable, es síntoma de que en algún momento se ha roto la cadena
de frío. Los helados de menor calidad llevan, por otra parte, menos leche y
contienen más sabores artificiales, como vainillina en lugar de vainilla.
Los sorbetes, a su vez, se distinguen por no llevar
leche o llevar muy poca; por eso apenas tienen grasa: su textura es menos
untuosa y resultan más fríos. Aunque tienen fama de contener menos calorías que
los helados, no siempre es así, ya que no llevan aire en su interior y, además,
su contenido en azúcar es muchas veces el doble para contrarrestar la acidez de
las frutas, Y es que, por desgracia, todo placer tiene su revés y tanto los helados
como los sorbetes pueden superar las 200 calorías por ración.
¿Eso significa que no son sanos? María Pérez,
tecnóloga de los alimentos y especialista en el sector lácteo, cree que “la base
del helado artesano es sana porque es un alimento muy completo; el problema es
el grado de industrialización del producto. Hay que fijarse en la etiqueta y
huir de las grasas hidrogenadas, que son las que aumentan el colesterol”. La
industria de los helados lleva años tratando de explicar que su producto no es
una golosina, sino un alimento nutritivo que aporta proteínas de alto valor
biológico y otros nutrientes esenciales, como la vitamina B. Pero si bien es
cierto que el aporte de calcio de algunos helados puede compararse al de leche,
también lo es que los fabricantes suelen ocultar (o no decir) que la abundante
grasa del helado es mayoritariamente saturada, la menos saludable.
Según un estudio de la cadena Eroski de julio de
2009, el aporte calórico de los helados es muy superior al de otros postres
lácteos tanto por la grasa como por el azúcar y puede llegar a las 300 calorías
por 100 gramos en las marcas de más contenido graso (Haagen Dazs o
Ben&Jerry's), que también son las de productos más sabrosos. El frio
disminuye la percepción de los sabores y produce un efímero adormecimiento de
las papilas gustativas, y ése es el motivo de que productos como el arroz con
leche (con 16 por ciento de azúcar), la crema catalana (14%), el flan de vainilla
(15%), el batido de cacao (11%) o las natillas (10%) nos resulten más dulzones,
aunque contengan en realidad menos azúcar que los helados. «Pero lo más
importante no es el número de calorías, sino la calidad del producto -afirma
María Pérez-. La mantequilla es más sana que la margarina, y lo mismo le ocurre
a algunos helados, por eso la clave está en la moderación. No pasa nada porque
los niños o los adultos coman helados de vez en cuando, pero que sean de
calidad.» ¿Y cómo podemos saber que son buenos? «Leyendo la etiqueta y
fijándonos en el preció. En alimentación, normalmente lo más caro es mejor
porque las buenas materias primas y los procesos más elaborados son
responsables del sobreprecio. » La tecnóloga de los alimentos cree que no tiene
sentido echarle la culpa de la obesidad infantil a los helados, «porque el
problema es la cantidad de productos industriales que consumen, sobre todo
bollería».
Las exigencias de un consumidor cada vez más
consciente de lo que come han llevado a las marcas a introducir helados con
mayor porcentaje de fruta, con edulcorantes en vez de azúcar o con leche de
soja o yogur. Pero lo que a veces en las multinacionales no son más que cambios
cosméticos (ya que se resisten a abandonar las grasas hidrogenadas) ha sido
toda una revolución para marcas más pequeñas, como la extremeña Bio Cream, la
primera marca española de helados con materia prima procedente de la
agricultura ecológica que es posible comprar en supermercados de alta gama. En
su catálogo, además de fresa o chocolate, incluyen sabores como aceite de oliva
con eneldo, yogur con aloe vera o queso fresco con miel. Y es que, en los
últimos años, el helado artesano está viviendo un gran impulso gracias a un heladero
más autor y a un cliente más gourmet.
El mejor helado sigue siendo el que se hace y se consume en el día o, como máximo,
a los tres días porque en vitrina pierde aire y se oxida, y los creadores de
alta cocina lo saben. De hecho, ellos han convertido el helado salado en el
auténtico campo de pruebas para los mejores cocineros del mundo, que utilizan
parmesano, trigueros, hongos o gambas para acompañar platos calientes y ya no
consideran un helado de morcilla como una fantasía extravagante ni como un
postre, sino como otra forma de tentación.
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