(La columna de Martín
Ferrand en el XLSemanal del 13 de diciembre de 2009)
Son muchos
los amantes que adornan la vida de Isabel II de Borbón, hija de Fernando VII y madre
de Alfonso XII. El primero de ellos fue el valiente general Fernando Serrano, a
quien la reina llamaba «el general bonito» y, según las crónicas, lo era. Muchos
lo sucedieron en la tarea y en el honor. Desde el brioso y arriesgado José
María Ruiz de Arana, conocido en la corte madrileña como El Pollo, hasta el también militar Enrique Puig Moltó. El más
duradero de todos ellos, y no el más guapo y apuesto, fue Carlos Marfiori y Callejas,
un gaditano saleroso que llegó a ministro de Ultramar. Fue el último de sus grandes
amores y una de las personas que la acompañaron durante su exilio en París.
¿Dónde
residía el encanto de Carlos Marfiori para, sin mayores méritos aparentes,
sobreponerse a todos los galanes de la época que tuvieron acomodo en el corazón
de la reina?' En sus habilidades culinarias. Marfiori era hijo de un cocinero italiano.
Uno de los muchos italianos que se asentaron en Cádiz en tiempos de Amadeo de
Saboya. La reina Isabel, más golosa que lasciva -lo que es mucho decir-, gozaba
con la pasta ciutta aderezada con salsa
de tomate y albahaca que le preparaba el gaditano según la tradición de su
familia. Más todavía con los postres que, parece que con gran habilidad, preparaba
tan abnegado amante. Los preferidos de Su Majestad eran una suerte de galletas de
merengue y almendras, las amaretti, y
la pannacotta, el grandioso flan italiano
de nata. Por cierto, en Madrid, donde crecen y mejoran los restaurantes italianos,
la mejor pannacotta la preparan en uno
palentino: en Támara (avenida de América, 33).
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