(Un artículo de Caius Apicius en el suplemento gastronómico
leído en El Heraldo del 14 de septiembre de 2013)
A lo largo de poco más
de un siglo, la merluza fue la reina de los pescados; podemos datar el comienzo
de su imperio en la inauguración del ferrocarril de Madrid a Irún, primero, y a
La Coruña, después, entrada la segunda mitad del siglo XIX: la merluza es un
pescado íntimamente ligado al ferrocarril.
Hace ya unos cuantos
años que esa hegemonía de la merluza ha declinado en favor de otros habitantes del
océano. ¿Razones? Unas cuantas. Pero adelantemos ya que los principales
culpables hemos sido justamente los propios consumidores, los propios devotos
de la merluza.
Un claro recuerdo que
conservo de mi infancia es el de la formación, en las vías que llegaban junto al
Muro (así se llamaba y se llama la magnífica lonja coruñesa de pescado) de los
trenes llamados 'pescaderos', que transportaban el género, que incluía muchas
cajas de merluza, a los mercados de Madrid y de Barcelona.
Por entonces, la merluza
era el no va más. Se hacían populares distintas direcciones a lo largo y ancho
de la Península Ibérica. De la que más se hablaba, seguramente, era del
restaurante Vallés, en Briviesca, en plena carretera Nacional I, cuya merluza
rebozada gozó de fama en toda España. Lamento decir que yo no llegué a catarla...
aunque sí otras también espléndidas.
Había, naturalmente, lo que
hoy llamaríamos un ranquin de la merluza. El primer puesto lo ocupaba la merluza
llamada 'de anzuelo' o 'del pincho', pescada normalmente con palangre (el
palangre es una línea de anzuelos) en el banco cantábrico o en el de Finisterre.
Son las ya míticas merluzas de Hondarribia, Bermeo y La Coruña, entre otras.
Después, las de la misma
procedencia geográfica, pero capturadas al arrastre o a la volanta. Merluzas,
pues, de bajura. 'De casa', para entendernos.
Venía luego la merluza
del Grand Sole, en aguas irlandesas. Palangre o arrastre. Esa merluza ya venía,
lógicamente, en hielo, aunque no congelada. Ocupaba un segundo o tercer
escalón. Y empezaban a asomar las merluzas congeladas: especies diferentes a
las nuestras, procedentes de caladeros lejanos: Senegal, Namibia, Argentina,
Chile... Eran, claro está, las menos apreciadas por los consumidores y por los
profesionales de la cocina.
Pero... las de aquí iban
escaseando. A la gente le gustaba comer pescadilla, dando la razón a Josep PIa,
que acusaba al consumidor español de infanticida gastronómico. Se han devorado
toneladas de pescadillas 'de enroscar', de las que se muerden la cola, de pijotas...
merluzas malogradas.
Las merluzas de bajura
de Finisterre y del Golfo de Vizcaya son poco más que un recuerdo. Pueden conseguirlas
algunos de los 'grandes' (Juan Mari Arzak, Pedro Subijana... ) pero no tanto el
público de a pie. De lo que hay, lo más valioso es la merluza que llamamos de
Celeiro: capturada, con trazabilidad perfecta, por la flota palangrera de ese
puerto lucense en el Grand Sole.
O sea: hoy ocupa la
cabeza del ranquin lo que en los sesenta y setenta era una segunda o tercera opción.
Se venden en fresco
merluzas venidas de Chile por avión: casi la mitad de las que se comercializan
en Mercamadrid son de esa procedencia. El género, como ven, no es el mismo del que
disfrutaban nuestros padres o nuestros abuelos. Y cada vez hay más pescados
diferentes en la pescadería. Pero también han cambiado los consumidores.
A finales de los años
setenta del pasado siglo hizo irrupción una nueva especie: el que llamaremos
'nuevo gourmet' por paralelismo con el ‘nuevo rico', ciudadanos con los que
conviene marcar ciertas distancias. Una clase que se nutrió, primero, de la
política, a raíz de las primeras elecciones municipales, en 1979;
inmediatamente después vino la segunda oleada, procedente del mundo del ladrillo.
Unos y otros popularizaron en los restaurantes la expresión «para mí, lubina», cuando
descubrieron, alborozados, que en las cartas que les ofrecían había pescados
más caros que la merluza... que pasó a ser considerada cosa de burgueses de
otros tiempos. Ay, la gran cocina burguesa urbana del siglo XX español, única
que de verdad valía la pena... antes de que llegase la 'revolución'.
Y miren que aquí no podemos
echarles la culpa a los japoneses, como en el caso del atún rojo. Si no hay merluza
es, fundamentalmente, porque nos la hemos comido nosotros solos: nunca fue un pescado
demasiado valorado en otras cocinas del mundo. Ya sé que hay mucha gente que piensa
que la merluza no sabe más que a lo que le pongan. No voy a ponerme a discutir
a estas alturas; pero les aseguro que cuando tengo la razonable seguridad de
que me van a poner delante una merluza 'del pincho' pescada en aguas propias,
no lo dudo ni un segundo: la quiero. Y ya discutiremos cómo la cocinamos.
Desde luego, con el
máximo respeto: una merluza así es, casi, una reliquia, una joya; y no hay mayor
estulticia que estropear en la cocina una obra de arte de la naturaleza.
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