(Un texto de Caius
Apicius en el suplemento gastronómico del Heraldo de Aragón del 20 de julio de
2013)
«Se consideraba tan popular,
que en una mesa algo refinada no cabía presentarlo; hoy, sin embargo, el
gazpacho se ha puesto de moda y, helado, se sirve como sopa de verano en la
mesa del Rey», escribía Emilia Pardo Bazán en su obra 'La Cocina Española
Antigua', de 1913.
Gazpacho... Antes de la
llegada de Ferrán Adriá, que cambió por completo la imagen internacional de la
cocina española, el gazpacho era, con la paella y la sangría, una de las tres
patas en que se sustentaba esa imagen, como casi todas las imágenes tópicas bastante
incompleta. Pero... era lo que había.
La propia insigne novelista
aclara que el gazpacho «sirve de alimento a infinidad de braceros en las
provincias del sur de España». Aquí está la esencia de la cuestión: plato
rústico, de labradores, y de Andalucía.
Ahora bien: ¿el gazpacho
que hoy se sigue sirviendo en la mesa real, y en muchísimas mesas de toda
España, tiene algo que ver con el que menciona en ‘El Quijote' Sancho Panza? La
verdad: muy poco.
Dejemos clara una cosa:
nadie sabe a ciencia cierta el origen del gazpacho, ni en tiempo ni en lugar, como
nadie conoce la etimología de la palabra. Como sucede en estos casos siempre,
abundan las teorías, a cual más peregrina. El hecho es muy simple: no sabemos casi
nada.
Sí sabemos que, en
principio, el gazpacho que se tomaba un labrador andaluz a mediodía, tras trabajar
horas bajo un sol de justicia, era una emulsión de aceite, agua, vinagre y sal,
con añadido de pan duro majado y de ajo. ¿Apetitoso? No parece que mucho.
Para escalar en el
aprecio social, el gazpacho hubo de modificarse. Un momento importantísimo sería,
sin duda alguna, la incorporación del tomate al mejunje. ¿Cuándo? Puede ser a
finales del siglo XVIII... o ya entrado el siglo XIX. El escritor, viajero y
filólogo inglés George Borrow aún describe, en 1843, en 'La Biblia en España',
un gazpacho hecho solamente con los ingredientes primitivos. Parece que todavía
no había llegado el momento en el que el tomate empezó a dar color y carácter
al gazpacho.
Si quería llegar a la 'buena sociedad', debía
atemperar el ajo. Vuelvo a la receta de Pardo Bazán: «En cuanto al ajo, dígase
lo que se diga, basta y sobre frotar ligeramente con un diente las paredes del
mortero». Porque el gazpacho, hasta antes de ayer mismo, se hacía a mano, majando
todo en un mortero o almirez. Hoy, por fortuna, los electrodomésticos modernos
han venido en auxilio de las muñecas doloridas de los cocineros y amas de casa.
El gazpacho perdió ajo...
y perdió pan. Lógico: no se trata de saciar ningún hambre, sino de tomar una
entrada refrescante. Sobra tanto pan. Y se tiende a que su textura sea líquida,
pero aterciopelada, en todo caso sin grumos, sin rastros de las hortalizas: lo
que es un jugo de tomate aliñado con aceite de oliva, vinagre y sal y
completado con otras verduras.
Es julio. Plena
canícula, que se nota sobre todo en ciudades grandes, como Madrid. Apetece un
gazpacho. Y en la heladera tengo una jarra. Matizaré: no voy a llamarle
gazpacho... porque en este tema abundan los puristas, los cazadores de
heterodoxias, que por nada escriben indignados a los medios. Sopa fría de
tomate, pues. Y con su pan (nunca mejor dicho) se lo coman los partidarios de
la rígida ortodoxia.
LA RECETA DE LA SOPA FRIA. Para empezar, ponemos en un cacharro con
agua y un chorrito de vinagre un pepino pelado y cortado en trozos; una cebolla
pequeña, también en trozos, y un diente de ajo, y dejamos todo ahí media hora.
El pepino, así tratado, no osará repetir; y las liliáceas moderarán mucho su
agresividad.
El pimiento, por
cuestiones cromáticas, lo usamos rojo, y antes de nada lo cocemos unos minutos en
agua con otro chorrito de vinagre: se doma, deja de saber a crudo, se civiliza.
Una vez hecho esto, lo pelamos y picamos.
Pelamos también, y
troceamos, un kilo de tomates rojos. Reunimos todas las hortalizas en el vaso
de la batidora, añadiendo una pizquita de cominos -nos encantan-, y las
trituramos sin la más mínima consideración. Pasamos el resultado por un
colador, apretando bien. Añadimos ahora una cucharada de vinagre de Jerez,
medio vaso de aceite virgen y la sal necesaria, más bien poca.
Volvemos a batir bien...
y al frigorífico, no sin antes echar un poco de agua fría para lograr la consistencia
deseada. Ya en la mesa, le vamos añadiendo unos picatostes al ajo (daditos de
pan seco regados con aceite de ajo), poco a poco para que no se reblandezcan. Y
eso es todo. Perfecto para refrescarse.
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