(La columna de Carlos Maribona en el XLSemanal del 21 de mayo de 2017)
Es difícil sustraerse a la tentación ante una caja de yemas de Ávila o
de Santa Teresa. Soy poco goloso, pero tengo especial debilidad por
estas bolitas de color naranja, recubiertas de azúcar, que se deshacen
en la boca dejando el sabor del huevo con un fondo dulce. Recuerdo con
nostalgia cuando en algunas escapadas familiares a la capital abulense
mi padre se detenía en la confitería La Flor de Castilla, en la plaza de
José Tomé, para comprar una cajita de esas yemas que Rafael García
Santos calificó con acierto como uno de los mejores petit-fours
del mundo. Su calidad reside en su elaboración artesanal (la forma
irregular demuestra que están hechas a mano) y en sus ingredientes
naturales: yemas de huevo y azúcar, con un toque de limón y de canela.
Unos dicen que su origen es árabe. Otros, que fueron las monjas de un
convento las que empezaron a hacerlas en tiempos de Santa Teresa,
auténtica repostería monacal. Y los menos románticos aseguran que
Isabelo Sánchez comenzó allá por 1860 a elaborarlas en su confitería La
Dulce Avilesa, que más tarde se convertiría en La Flor de Castilla.
Ahora, las yemas de esta casa se han modernizado. Un producto
perecedero, que por llevar huevo apenas duraba tres días, se conserva
hasta dos meses gracias a un envasado especial. Ya no hay que ir hasta
Ávila para comprarlas.
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