(Un texto de Ana Vega Pérez de Arlucea en el Heraldo de Aragón del 26 de enero de 2019)
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Yo, por mi parte, pongo aquí mi granito de arena a esa vuelta a los orígenes
hablándoles hoy de la historia de los congresos gastronómicos, bastante más
larga de lo que a priori se podría pensar. Allá por 1873 se celebró en París el
primer gran certamen culinario, un magno evento que siguiendo la moda de las
exposiciones universales de la época atrajo miles de visitas a base de
fabulosas curiosidades, demostraciones científicas 'in situ' e infinidad de
stands de productores o inventores. Francia era entonces el centro gastronómico
del mundo y la exposición parisina lo demostró, provocando de paso sana envidia
en otros países deseosos de presumir de patrimonio culinario y avanzada
alimentación racional. A París lo siguieron Berlín en 1877, Bruselas en 1886,
Londres en 1889 y después incluso capitales regionales de sabrosa tradición
como Lyon o Burdeos. De mientras, en una España dominada por el arte de los
fogones franceses y algo harta de la predominancia del menú extranjero, se
debatía tímidamente sobre la posibilidad de organizar una exposición análoga
pero con resabio castizo.
Dentro de los limitados círculos sociales de nuestro país entre los que el
asunto gastronómico despertaba interés, se hablaba de la importancia de crear
una cocina nacional o al menos federada que ensalzara los platos típicos y los
ingredientes tradicionales de cada región. En 'La mesa moderna' (Mariano Pardo
Figueroa y José Castro Serrano, 1888), el primer ensayo gastronómico escrito en
España, se hablaba de la necesidad de que «a la primera circunstancia oportuna
se celebre en nuestro país una Exposición de materia gastronómica, que abarque
cuantos frutos y confecciones gocen de legítima fama por las provincias del
Reino. Reunir en un solo punto y al fácil examen de las gentes todo lo que
hasta en el último rincón de España se produce de bueno y caprichoso para la
mesa». Noble misión, algo alejada de lo que eran por aquellos años los
certámenes culinarios al uso. En ellos se enseñaban platos, o más bien piezas
supuestamente comestibles, caracterizadas por su barroquismo estético y
complicadísima confección. Con ocasión de la feria culinaria de Londres, en
1889, un artículo publicado en el periódico El Siglo Futuro decía que sí, que
la galantina de trufas reproduciendo una escena bíblica o el carro de Neptuno
hecho con crema eran muy bonitos pero nada útiles ni prácticos, mientras que
«una exposición culinaria que obedecieses a las necesidades de la época moderna
debería ser un certamen dedicado a la mejor preparación de las viandas, aplicando
a ellas los adelantos de la ciencia».
Más importancia, al menos de cara a la galería de la prensa y el palique profano, tendría la 'Primera Exposición Internacional de Industrias de la Alimentación, Arte culinario y derivados' de Madrid en 1925. Un título larguísimo para un certamen con vocación generalista, que llegó a anunciarse a toda página en ABC como «la más curiosa, la más interesante la más nutritiva de cuantas exposiciones se han celebrado en España». Entre el 11 y el 26 de abril y por una peseta la entrada, los visitantes del Palacio de Hielo madrileño podían asistir a degustaciones gratuitas de vinos, jamón, embutidos, mermeladas, aceite o conservas de reconocidas marcas, además de a demostraciones de cómo se hacía la mantequilla de Mantequerías Arias o la fritura perfecta de pescado por parte de Pescaderías Coruñesas. La visita incluía conferencias prácticas de cocina por parte de chefs de los mejores establecimientos madrileños, con 500 sillas preparadas para el público, y un recorrido por el pabellón de Gas Madrid, compañía que expuso sus más modernos modelos de cocina y hornos a gas. «Aperitivos, sandwichs, café, leche, licores, jarabes, todo en calidades propias de una exposición», proclamaba el cartel.
Las reivindicaciones laborales coparían el programa de los congresos de arte culinario celebrados durante los años 30, más preocupados por las condiciones de trabajo que por la creación de nuevos platos. Luego la guerra, la posguerra y el racionamiento acabaron con el incipiente movimiento gastronómico español, que sólo empezó a recuperarse en los años 60 de la mano de las Jornadas Gastronómicas de San Sebastián y en especial de las Convenciones Internacionales de la Cocina Española, de las cuales hubo seis ediciones a partir de 1964 y que presididas por Néstor Luján abrieron la puerta de los verdaderos simposios con ponencias y mesas redondas. De otras mesas redondas, como la histórica del Club de Gourmets de 1976, tendremos que hablar otro día. Por ahora quédense con la idea de que hubo otro Madrid Fusión, allá en 1925, que también aspiró a deslumbrar al mundo.
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