El potaje de vigilia, los buñuelos de bacalao, la caldeirada de pescado o las torrijas forman parte del rico abanico gastronómico de Semana Santa. Y para el Domingo de Resurrección, huevos y monas de Pascua.
Los guisos consistentes, mucho azúcar... y veto a la carne. En estos tres puntos se resume la gastronomía de vigilia y Semana Santa, cuyas limitaciones o prohibiciones dieron lugar a un rico recetario tradicional que ha llegado hasta nuestros días. El pescado no es pecado... pero la carne sí. Esta norma, dictada por la Iglesia católica para los viernes de Cuaresma (los cuarenta días, el mismo periodo que Jesucristo pasó en el desierto según la Biblia) y por supuesto de Semana Santa, ha dado lugar a ríos de tinta y numerosas anécdotas.
La abstinencia forzada hacía exclamar a
los monjes de un monasterio portugués: “Ved, hermanos, qué pescados más
extraños lleva hoy el cauce...”. Cerdos y vacas aparecían flotando en el
río después de que los clérigos maliciosamente hubieran “enriquecido”
la corriente. Durante mucho tiempo se discutió si las ranas o los
caracoles eran carne o pescado, y el chocolate fue sospechoso durante
mucho tiempo; lo mismo ocurrió con la trufa negra (Tuber melanosporm),
hoy una exclusiva delicia catalogada como hongo.
El mismo Leonardo da Vinci, en su
atribuido libro Notas de cocina, relata cómo el papa Borgia comía
livianamente en público para luego acudir a sus habitaciones y
atiborrarse de codornices. También ha habido sorpresas como que en el
año 817 el hijo de Carlomagno, Ludovico Pío, dictaminó que los capones
no eran carne o que, a principios del siglo XX, Ignacio Domenech en su
libro Ayunos y abstinencias (1914) afirmara que “el caldo Knorr puede
usarse en días de abstinencia, porque no consta que sea hecho de carne”.
La joya de los guisos
Para practicantes y no practicantes, el
potaje de vigilia es el rey entre los platos salados. Garbanzos,
bacalao, espinacas y huevo duro: un guiso sumamente popular cuyo nombre
deriva del “potage” francés, con carnes y legumbres, y que, en nuestro
país, se utiliza para designar un caldo al que se le añaden pequeñas
porciones de alimentos sólidos. Pero solo en estas fechas se le añade la
coletilla “de vigilia”, a degustar especialmente el Viernes Santo. Y
que no falte el refrito de pimentón por encima... ni, por supuesto, el
bacalao. Este pescado, bien como ingrediente del potaje o bien en
solitario, merece un capítulo aparte como materia prima característica
de estas fechas. Soldaditos de Pavía, tan madrileños, para enriquecer la
porrusalda, al pil-pil, a la vizcaína o el típico bacalao con tomate
del Sur, hacen las delicias de los gourmets. El pescado era distribuido y
vendido por los arrieros en el interior de la península, una vez
preparado en salazón para evitar su deterioro. Rico en proteínas,
resultaba accesible para todos aquellos que, por falta de medios
económicos, no se podían permitir pagar la bula que libraba de la
prohibición de comer carne. Ahora, por su precio, resulta todo un lujo.
Vivir para ver.
Además del potaje, otras preparaciones
características de esta época son el bacalao ajoarriero y los buñuelos
de bacalao, típicamente manchegos, las patatas a la importancia o el
congrio en salsa y las sopas de ajo. La caldeirada de pescados es
popular en pueblos de costa, junto a la zurrukutuna, un guiso vasco de
patatas y huevo en el que también se agrega bacalao. Y en Galicia no
falta la empanada de este pescado con pasas y espinacas. Todos ellos sin
aporte cárnico alguno: una sabrosa manera de cumplir las reglas...
Con mucho azúcar
Pero la Semana Santa tiene un sabor
indiscutiblemente goloso. Son característicos de estas fechas todos los
dulces englobados bajo el nombre “frutos de sartén”, denominados así
porque se fríen en aceite. Entre todos ellos, destacan las torrijas,
como un postre típico de Andalucía que se extendería con el tiempo a
otras comarcas. Su origen es incierto y, mientras algunos autores le
atribuyen una clara ascendencia árabe, otros estudiosos afirman que
tiene un origen palaciego. Las hay borrachas –bañadas en vino, más
extendidas en medios rurales–, o de leche, pero no falta el almíbar con
el que se riegan una vez hechas ni un toque de canela en polvo.
Flores u hojuelas
La Semana Santa también es época de
bartolillos –empanadillas de fina masa rellenas de crema y fritas,
típicas de Madrid–, y las flores u hojuelas, un clásico de La Mancha y
amplias zonas de Andalucía, para cuya elaboración se requiere un molde
especial que da al frito su característica forma vegetal. También los
pestiños, gorros y orejuelas, hechos de la misma pasta aunque con
diversas formas y bañados en miel. En Barbastro se celebra la fiesta
del crespillo, un dulce rebozado y frito cuya base es la fina hoja de
borraja.
La mona de Pascua –típica de Cataluña,
Levante y Murcia–, cuenta también con una gran tradición. Un dulce que
suele comerse acompañado de chocolate, huevo duro y longaniza y que
simboliza el final de la Semana Santa. Hay una gran diversidad de monas.
En un principio era una masa de bizcocho o de pan en la que se
incrustaban huevos duros, tradicionalmente, un regalo de los padrinos a
sus ahijados el Domingo de Resurrección o el Lunes de Pascua.
Progresivamente se le fueron añadiendo figuritas de chocolate y, hoy en
día, estas han pasado a ser el motivo principal, muy especialmente en
Cataluña, donde se realizan auténticas obras de arte. En esta misma zona
son también muy clásicos los buñuelos del Ampurdán.
Y por estas fechas, que no falten los
huevos de Pascua. Símbolo de fertilidad y vida desde tiempos
ancestrales, la costumbre de comerlos el Domingo de Resurrección se
debía a la prohibición que cayó sobre este alimento durante siglos,
hasta que la Iglesia consideró que no rompía la abstinencia. A
principios del siglo XIX comenzaron a hacerse huevos de chocolate que
llevaban pequeños dulces dentro, aunque también se elaboraban de mazapán
o azúcar. Una costumbre que dura hasta nuestros días y que llena las
pastelerías de llamativos huevos de todos los tamaños que hacen las
delicias de pequeños y mayores. Cocineros y pasteleros de vanguardia no
han dudado en dar su visión particular de estos dulces.
La torrija, en vanguardia
El gran Martín Berasategui introdujo la
torrija entre sus postres y, como él, muchos grandes chefs utilizan
ahora brioche en vez del pan. Hoy son un clásico contemporáneo
–normalmente tostadas con soplillo en vez de fritas– que algunos
restaurantes ofrecen todo el año. También hay auténticas transgresiones a
la norma, como la de la pastelería Nunos, donde las hacen de distintos
sabores, incluido el tiramisú, o la de Alejandro Montes, que este 2017
las elabora también de chocolate. Igualmente es muy usual encontrar en
los restaurantes torrijas acompañadas de nefasto helado, que provoca un
batiburrillo de sabores. Pero la fórmula tradicional parece ser la más
extendida en pastelerías, aunque a altos precios: unos 2,50 euros la
unidad como mínimo. Merece la pena hacerlas en casa, solo es una vez al
año para disfrutarlas sin pagarlas a precio de oro. Mientras, la fórmula
del potaje sigue afortunadamente intacta.
Torrijas
(Para 6 personas)
Ingredientes: Una barra de pan para
torrijas del día anterior; 1 litro de leche; 3 huevos; aceite de oliva; 7
cucharadas soperas de azúcar; canela en rama y en polvo.
Elaboración: Se corta el pan en
rebanadas de unos dos centímetros de grosor y se colocan en una fuente.
Se calienta la leche con tres cucharadas de azúcar y una barrita de
canela en rama. Dejar hervir unos 5 minutos removiendo. Se deja
atemperar un poco y se moja el pan en ella y que repose unos 20 minutos
hasta que se empape bien, tapado con un paño de algodón. Se retira la
leche sobrante. Poner abundante aceite a calentar. Se baten los huevos,
se pasan las rebanadas de pan por el huevo batido y se fríen hasta que
estén doradas. Posteriormente, se espolvorean de una mezcla de azúcar y
canela a partes iguales. Aparte, se hace un almíbar con cuatro
cucharadas de azúcar.
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