(Un texto de Caius Apicius en el Heraldo de Aragón del 29 de abril de 2017)
Los caracoles son una excepción a la repugnancia que el género humano
suele sentir por los demás animales que reptan, desde las serpientes a
las orugas, y hacen plato bastante popular en algunos países de la
Europa occidental, especialmente en Italia, Francia y España.
Se han comido caracoles desde tiempos muy antiguos. Tengan en cuenta
que, más que cazarlos, los caracoles se recolectaban: no había que
exponerse a peligros como los que podía suponer cazar un mamut y, por
otro lado, corrían bastante menos que liebres y conejos. Tan fácil era,
que su captura solía estar en manos de los niños y de los ancianos.
Abril, cuando justificaba su relación con las “aguas mil”, solía ser
mes de caracoles, que aparecían cuando escampaba (“saca los cuernos al
sol”, cantábamos) a buscarse la vida. Los caracoles de primavera son
llamados, no sé si irónicamente, “corredores”, aunque la velocidad no
esté entre sus atributos. Los de otoño cubren el orificio de su
caparazón con una capa de baba y dan comienzo a su ayuno, y en invierno
se dedican a hibernar. No hay unanimidad sobre cuáles serían los caracoles preferibles.
Algunos autores afirman que es mejor cocinarlos cuando están en ayuno,
para evitar el trámite de someterlos a ese largo ayuno en nuestra propia
casa. El caso es que los caracoles son populares, en el sentido pleno
de la palabra, en los países citados. Entre nosotros gozan de fama los
caracoles a la llauna de Cataluña, los de las tabernas madrileñas, las
vaquetas de la paella valenciana, los guisos de conejo o cordero con
caracoles…
Los franceses, tenían que ser ellos, han llevado a los caracoles a
las alturas gastronómicas, creando su receta más famosa: los caracoles a
la borgoñona. En ella, los caracoles pasan a ser escargots à la
bourguignonne, que suena a plato importante. Se trata del caracol
grande, de viña (Helix pomatia), en oposición al más común y pequeño
petit gris o caracol de campo.
Lo primero que habría que hacer sería recoger caracoles, tarea que ya
hemos dicho que es fácil y agradable, pero que ahora tengo entendido
que está prohibida y puede conllevar una fuerte multa, porque los
caracoles comunes son, al parecer, especie protegida. Habrá que
comprarlos de criadero, que existen por lo menos desde que, en el siglo
I, cerca de Pompeya, se le ocurrió criarlos a un tal Fulvius Harpinius.
Luego hay que aplicarles la moderna psicología, y hacerles abandonar
su “zona de confort”, que es su caparazón.
Supuesto que ya han ayunado, habrá que lavarlos primero con agua,
luego con vinagre y sal y nuevamente con agua fría, que se cambia hasta
que salga completamente clara y moviendo regularmente los caracoles.
Sigamos ahora a Paul Bocuse. Escalden los caracoles en agua hirviendo
cinco minutos; escúrranlos, refrésquenlos con agua fría, sáquenlos de
sus conchas y eliminen la cloaca, que es la extremidad negra y posterior
del animalito. Laven bien los caparazones, poniéndolos a hervir media
hora en mucha agua. Escúrranlos, refrésquenlos, séquenlos y resérvenlos.
Pongan los cuerpos en una cacerola, cubiertos por una mezcla de vino
blanco y agua. Añadan una zanahoria mediana, una cebolla, dos chalotas
cortadas finamente, un bouquet garni (perejil, tomillo y una hoja de
laurel), pimienta y sal. Lleven a ebullición, espumen y háganlos cocer a
fuego suave unas tres horas. Cámbienlos de recipiente y dejen que
enfrían en su agua de cocción.
Pueden ahorrarse todo esto: hoy se venden los caracoles, ya
cocinados, tanto en lata como congelados, y con ellos sus conchas vacías
y en perfecto estado de revista.
Mezclen en el mortero, para cuatro docenas de caracoles, unos 300
gramos de mantequilla que habrán sacado un rato antes de la nevera, un
diente de ajo, dos o tres chalotas muy picaditas, sal y pimienta, hasta
lograr una pomada homogénea.
Metan en cada caparazón una cucharadita de esa mantequilla; pongan
encima el cuerpo del caracol, ya frío. Por último, acaben de llenar
hasta el borde la concha con más mantequilla. Pongan los caracoles en
fuente de horno (las hay especiales, con doce alvéolos para colocar los
moluscos) y ténganlos allí, a horno muy caliente, unos ocho minutos;
vigilen que la mantequilla no tome color.
Con las mismas, a la mesa. Será útil que suministren a cada comensal
una pinza con la que sujetar los muy calientes caparazones, y un
tenedorcito de dos púas para sacar los animales de sus conchas.
Así, y con un buen Chablis en las copas, los caracoles serán
escargots. Palabras mayores… aunque madrileños, catalanes, navarros,
riojanos, valencianos y andaluces defiendan, con razón, sus respectivas
especialidades, que, dicho sea de paso, suelen tener su mejor baza no en
sí mismos, sino en las salsas o aderezos que los acompañan. Esa salsa
con la que ponen los caracoles en una taberna del Rastro madrileño
justifica por sí misma la visita. Pero tengan claro que se trata de
caracoles, no de… escargots
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