(Extraído de un texto de Caius Apicius del suplemento gastronómico del Heraldo de Aragón del 3 de junio de 2017)
[...] Los españoles somos muy nuestros en lo tocante a los corderos: nos
encanta el que no ha tomado más que leche, y llamamos con desprecio
borregos a los que han variado su dieta y crecido. [...]
[...] los carneros de pré salé [...] pastan la hierba que crece en esas
marismas que la pleamar invade dos veces al día, casi a la sombra de esa
maravilla que es el Mont Saint Michel.
Ángel Muro, a finales del XIX, ya afirmaba que "los mejores carneros
del mundo civilizado son los de los prados salados de las costas de
Normandía y Bretaña (de pré salé), carneros que, según el propio autor,
eran prácticamente monopolizados por las cocinas de Palacio. Muro, en
"El Practicón", recoge quince recetas de pierna de carnero y más del
doble de otros cortes.
Pero una veintena de años después, doña Emilia Pardo Bazán explica
que "el carnero, estimado en Francia, no figura aquí sino rara vez en
mesas un tanto esmeradas, y casi nunca en convites; suele el carnero en
España tener un tufillo bravío".
Estimado en Francia... y en Inglaterra, como nos cuenta Julio Camba
en su brillante descripción del servicio de un joint of mutton asado en
el Savoy londinense. Y Prosper Montagné, en la primera edición del
Larousse Gastronomique (1938) dedica nada menos que once páginas al
mouton.
En tiempos de los Austrias, el carnero era la más apreciada y
valorada de las carnes de matadero. Cervantes, para subrayar que las
rentas del hidalgo Alonso Quijano no eran pingües, nos dice que en su
olla (cocido) entra "más vaca que carnero".
Con todo, el refranero español acuñó el dicho de que "de la mar el
mero, y de la tierra el carnero". Ya ven que hasta en el refranero el
cordero ha sustituido al en otro tiempo valoradísimo carnero.
Pero vayamos al tufillo bravío que decía la condesa de Pardo Bazán.
La mejor aclaración la había dado Muro, al hablar de las criadillas de
carnero: "este manjar (las criadillas) es el responsable de que no sea
excelente en España la carne de carnero". Añadía que "no se puede estar
en la procesión y repicando al mismo tiempo", y que si se querían
criadillas forzoso era renunciar a un buen carnero, y al revés.
Carnero castrado, entonces. El montone castrato de los italianos, el
carnero condenado a la soltería desde edad muy tierna, como dicen los
franceses. Está claro que los animales castrados mejoran, a efectos
gastronómicos: es mucho mejor la carne de buey que la de toro, antes
cerdo que jabalí, es preferible un capón a un gallo... Pues con el
cordero pasa lo mismo.
El español, ya decimos, es de corderos de leche, de corderitos que no
llegan a los dos meses de vida, ideales para esos asados rústicos en
horno de leña, o para asar unas mínimas chuletillas de, como mucho,
bocado y medio sobre sarmientos, al aire libre si puede ser. Lo demás,
calderetas incluidas... borrego, dicho en el sentido más peyorativo que
pueda darse a la palabra.
Borregos los carneros franceses o ingleses a que hemos aludido;
borrego el protagonista de un espléndido cuscús magrebí... Borregos los
fabulosos ejemplares de la españolísima raza merina que a veces llegan
de Nueva Zelanda o Australia...
La verdad es que la frontera entre cordero y carnero está, en todas
partes, entre diez y doce meses de vida. Quiere esto decir que el famoso
cordero de la Pascua judía o Pesaj, de la que deriva la Pascua
cristiana, no es cordero, sino carnero: la Escritura dice bien claro que
ha de tratarse de un animal de un año, sin defectos, o sea: carnero,
por más que hablemos del cordero de Pascua y las traducciones de la
Biblia insistan en el cordero.
En fin, que parece que lo que da miedo son las palabras. Llamen
cordero, si es su gusto, al mouton; pero, si tienen ocasión, entablen
relaciones con la rica cocina de nuestros vecinos norteños para él.
Prueben uno de pré salé... y ya me contarán.
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