(Un texto de Francisco Abad
Alegría en el Heraldo de Aragón del 13 de febrero de 2016)
Cada día un nuevo profeta,
avalado aparentemente por 'investigaciones recientes de EE. UU.' nos da más que
consejos, órdenes, sobre qué comer, cuánto y cómo, para evitar el lento
suicidio por la comida. Demasiado profeta para tan pocos adeptos.
Tres son las causas fundamentales
del aumento de cáncer en nuestra sociedad: el tabaquismo, la obesidad y el
sedentarismo». Pregonado desde un telediario nacional el reciente Día Mundial
del Cáncer. Nadie ha mencionado que quizá la mayor esperanza de vida tenga algo
que ver y que a más vejez, más fácil es la aparición de procesos cancerosos, de
aberraciones en la reproducción celular. Pero lo más interesante es que tras
tan categórica e insensata afirmación hay una consecuencia implícita: «Si
mueres, es por tu culpa». Porque no te cuidas, porque no vas al gimnasio,
porque comes lo indebido, porque no tienes un tono vital optimista, por... tu
culpa ¡imbécil! Es fácil practicar la medicina preventiva echando la culpa al
enfermo de sus propios males; sería aún más fácil en el paraíso totalitario que
tantos parecen ya ansiar: se promulgan leyes que ordenen qué hacer y de qué
abstenerse y ya está. Si fuera tan sencillo seguramente ya se habría hecho.
LA MITOLOGÍA DE LAS
GRASAS. Desde que David Kritchewsky (1954) publicó que las grasas saturadas
animales producían ateroesclerosis en conejos (que son herbívoros), se puso en
marcha la batalla contra las grasas. El abanderado fue el fisiólogo Ancel Keys
(1953, 1970, 1980) que realizó el famoso ‘estudio de las siete naciones', valorando
la dieta alimenticia en siete países seleccionados entre una encuesta realizada
sobre 22, obviamente eliminando a los que contradecían la teoría preseleccionada:
las grasas aumentan la morbilidad y mortalidad por enfermedades
cardiovasculares. De ahí surgió la mítica dieta mediterránea, nombre absurdo si
se tiene en cuenta que en el estudio están excluidos la mayoría de los países
de la cuenca mediterránea. Además, para valorar la dieta norteamericana media
empleó la carta de los coches-cama de los ferrocarriles de esa gran nación,
detalle importante para valorar la seriedad de sus estudios.
En España se produjo en los
años 60 una auténtica alarma general, que recuerdo perfectamente, juzgándose
peligrosísimos para la salud los pescados azules, la mantequilla y el aceite de
oliva; en 1965 se dictaron normas exactamente opuestas, valorando como muy
positivas las grasas de los pescados y el aceite de oliva. Curioso.
La dieta mediterránea ha sido
desechada por los hechos, a falta de enterrador que la expulse con lenguaje
científico a través de los medios de comunicación. En efecto, las famosas seis
'paradojas' (datos contrarios a lo previsto por Keys) resultan invalidantes de
la famosa dieta.
A pesar de ello aún se ha
hecho un estudio multicéntrico en España (Predimed 2013) en el que sesudos
investigadores parecen demostrar que tal dieta es buenísima para la salud
cardiovascular. Pero tal estudio no es concluyente, porque se aplica exclusivamente
a personas de riesgo cardiovascular y no a la población general, con
seguimiento de solo cinco años y supone una dieta mediterránea falsa,
modificada en dos subgrupos con la adición de frutos secos o de aceite de oliva
extra.
Un gran trabajo de Kastorini
y colaboradores (2011) demuestra la utilidad de la dieta mediterránea en la
salud de pacientes con síndrome metabólico, pero no en la población general. La
revisión monumental de las cohortes de Keys por Kromhout (1989) demostró que
las predicciones sobre salud cardiovascular según la famosa dieta no se
cumplían de ningún modo. Tan claro es esto, que los abanderados del invento ya
no hablan de 'dieta', sino de 'estilo de vida' mediterráneo, acogiéndose al
significado griego de la palabrita, jamás mencionada por Keys. Por cierto:
¿cómo se mide el estilo de vida mediterráneo? ¿Alegría aunque todo te vaya mal,
mucho gimnasio y agua fresca para beber?
DIETA Y ESPERANZA DE VIDA.
Mientras la población general se aleja de esa presunta dieta mediterránea que
nunca se ha observado (pegunten a sus mayores qué comían y verán) la esperanza
de vida aumenta vertiginosamente, lo que incluso compromete gravemente la
política de seguridad social. En efecto, en los últimos 100 años la esperanza
media de vida ha pasado de 43 a 82 años; en Aragón, como en el resto de España,
ha aumentado en tres años en el periodo transcurrido entre los años 2000 a
2015. Y eso en contra del supuesto alejamiento de la mítica e inexistente dieta
mediterránea. A cualquiera se le ocurre pensar que hay otras causas que
condicionan la mayor supervivencia y menor morbilidad; existen estudios
concluyentes al respecto, uno de ellos, de García González (2014), muestra cómo
son determinantes la baja mortalidad neonatal e infantil, el control de las
enfermedades infecciosas (algunas antaño irremisiblemente mortales), la
asistencia a incapacidades y demencia en edades avanzadas, la disminución y
control de enfermedades crónicas digestivas y respiratorias y las mejores
condiciones generales de vida.
LOS AZÚCARES. Aquí
está el meollo de la cuestión. Vayan a un supermercado y examinen las etiquetas
de todo tipo de productos, embutidos, precocinados, repostería, refrescos,
conservas, y verán que el azúcar está siempre presente. Fundamentalmente el
jarabe de maíz rico en glucosa y fructosa. Todo lleva azúcares; nos han hecho,
con nuestra ignorancia, adictos al dulce.
Casi al tiempo en que Keys
predicaba su dieta para mejor vivir, los Yudkin, padre e hijo, profesores de
medicina (1957, 1967, 1970, 2006) pregonaban a quien quisiera leerles,
aportando abundante documentación probatoria, que los principios realmente
ligados a la mayor morbilidad y mortalidad cardiovascular eran los azúcares
refinados. Y además que su efecto mortífero se multiplicaba si se asociaban a
grasas saturadas. Es decir, alimentos preparados de todo tipo.
Los grupos industriales de presión
rápidamente se dieron cuenta de que eso era la ruina de la industria de
derivados del maíz y las publicaciones científicas de estos autores fueron
acalladas. Ahora resurgen, ante la evidencia de que las grasas no se pueden
demostrar como responsables de la enfermedad vascular. Por ejemplo, el estudio
de Gregg y colaboradores (2009) sobre 136.000 ingresados por infarto de
miocardio en Estados Unidos, encontró niveles de colesterol normales en el 50%
de los casos, elevados en el 25% y bajos en el 25% restante. Pertusson y cols.
(2011) corroboraron esos datos y hallaron mayor mortalidad en personas con
niveles bajos de colesterol.
Además, en la última década
se ha multiplicado por cinco la prescripción de estatinas para bajar el
colesterol (con sus múltiples efectos secundarios) y la patología no ha
disminuido en la misma medida. Y la tortura de las dietas bajas en grasas no
sirve de mucho, puesto que el 90% de la tasa de colesterol depende de la
función del hígado y solo el 10% de lo que se come; por eso funcionan esos
complementos que anuncian en televisión: un 10% y punto.
Un poco de sentido común
Sentido común es lo que hay
que aplicar. No preocuparse mucho de las grasas (excepto las trans), bajar la
sal, disminuir radicalmente los dulces de todo tipo, incluidos los adicionados
a los alimentos, y consumir vegetales ricos en flavonoides (fresas, alubias rojas,
pimientos, cebolla, manzanas, té verde) y tomar alimentación variada. Disfruten
de la comida variada vigilando que no les den gato por liebre y sobre todo no
atiendan a dogmas que pueden cambiar en cualquier momento (los dogmas en
religión y poquitos). Y vigilen el peso, que la grasa produce unas moléculas
que se llaman adipocitoquinas, que esas sí que son malas para las arterias.