De cómo la sangre se ennobleció con la adición de
productos diversos, hasta dar en la delicia que ahora disfrutamos y de
cómo la morcilla de arroz es la tardía patente de las variedades
españolas del ilustre producto.
"Pretendientes
ilustres, oíd lo que voy a deciros: de los vientres de cabra que para la cena
hemos puesto en el fuego, ya llenos de gordo y sangre, propongo que aquél de
los dos, que vencedor por su fuerza resulte, se presente y escoja de todos el
que le parezca". Así nos cuenta Homero, en la Odisea, hacia el siglo
IX-VIII a. C., la fórmula más sencilla de morcilla, que no parece plato
despreciable, puesto que se la están preparando los rapaces pretendientes de
Penélope y la ofrecen como premio al vencedor de una pelea.
La evolución
posterior del embutido de sangre ha sido más por adición que por esencia del
producto. La fórmula más convencional de morcilla española es de tocino
cortado en dados con sangre y cebolla picada, que es preciso freír en grasa
del cerdo y ocasiones guindilla, clavillo, canela y nuez moscada en polvo.
Relleno el intestino y formadas las morcillas, se introducen en caldo hirviente
salado con algunas verduras y, una vez cocidas, se dejan escurrir sobre un
lecho de paño, para después colgarlas hasta que sequen. Lo fundamental de las
morcillas es el empleo de la sangre, que además de proteínas plasmáticas que coagulan
por el calor, aporta color, sabor y aroma y, sobre todo, el componente
mágico, casi trascendente, de la última vida del animal sacrificado. No se
puede perder de vista este aspecto, tan importante en la culturalidad del
alimento.
Historia
En la Grecia de
los siglos IV-III a. C., Aristófanes y Sófilo ya hablan de morcillas hechas con
sangre, tanto de cabrito como de cerdo, que se aromatizaban con ajo.
Petronio, en la descripción que hace del banquete ofrecido por Trimalción,
menciona en la Roma clásica las salchichas frescas y morcillas, que emergen,
cochas, de la panza del enorme cerdo asado e insiste en lo usual de tales
productos cuando el invitado Habinas acude al convite, procedente de un
alboroque funeral, en el que también ha degustado salchichas y morcillas.
El Menagier de
París, en el siglo XIV, se extiende en las fórmulas chacineras, y menciona la
morcilla de sangre, especiada y con tocino, cebolla y sangre, y la morcilla de
hígado (boudin de foie) perfecto equivalente del bispo o bisbe, con la adición
de hígado a la sangre, grasa y especias. La importancia de estos preparados en
la comida de los poderosos está explícita en el mismo tratado, donde se recogen veinte menús completos para ocasiones festivas, de los que sólo uno incluye morcillas,
lo que indica que no es un manjar propio de una mesa de postín, aunque sea
conocido y popular. Ruperto de Nola, cocinero del rey aragonés de Nápoles, no
menciona la morcilla en el primer tercio del siglo XVI; dice el profesor Cruz
Cruz que las mesas de los poderosos se reían de productos vulgares, que
cualquiera criaba, como el cerdo: "Nada tiene de extraño que un libro
culto de recetas como el de Nola, omitiera enseñar un procedimiento popular,
sabido y usado en los hogares".
Pero no es la
cosa tan simple. Emergen los productos chacineros nada menos que en la mesa
real, a principios del XVII. La obra de Martínez Montiño, cocinero de Felipe
III y Felipe IV, recoge desde la primera edición de 1611 las fórmulas de
morcillas blancas de cámara, con pan, huevo y grasa de ternera y tocino,
adecuadamente especiadas, y dulces de puerco, que ya llevan en su fórmula
sangre cocida de cerdo, finamente rallada, con pan, tocino y especias y que
recuerdan a las tortetas oscenses.
El franciscano
aragonés Juan Altamiras (fray Raimundo Gómez), en la primera mitad del siglo
XVIII, intenta ilustrar a sus hermanos de orden en un largo apartado, que
dedica en especial a las monjas de la orden, y la salazón del cerdo, la
obtención de manteca y la fórmula de las morcillas, hechas de sangre, manteca,
cebolla, frutos secos y especias, idénticas a las actuales morcillas de
cebolla. En un pequeño tratado, recopilatorio de los modos de comer en las
casas de los jesuitas, fechado en Sevilla, en 1818, se detalla cómo preparar
las morcillas, que son de cebolla, sangre y manteca, con hierbas y especias, como
único embutido censado.
En 'El libro de
las familias', que en 1885 ya va por la 21ª edición, se detalla la
preparación de variadas morcillas, como la común de cebolla, las extremeñas,
las sabadeñas de Castilla la Vieja, la butifarra negra de sangre, las
morcillas blancas y la morcilla francesa, lo que indica claramente su amplio
uso e importancia en la cocina cotidiana. En la mayoría de los casos, el
empleo de orégano es muy generoso. La condesa de Pardo Bazán (1913) confirma
la tradición de la morcilla de sangre, dulce y sin arroz y aporta la fórmula de
una peculiar morcilla dulce con frutos secos, manzanas y grasa de cerdo, que se
emplea como postre en la zona de Lugo.
Una variante
aragonesa de la morcilla es la sangre amalgamada con harina, miga de pan,
manteca y algún aroma vegetal, haciéndose en forma de bolas o porciones
aplastadas e incluso de rosquilla, e hirviéndose después hasta obtener unos
productos que se denominan en Aragón pellas, bolas o tortetas y en Cataluña,
parte del viejo reino de Aragón, coquetas. En Asturias se conoce la bolla de
Llanes, que es una especie de bola o torteta elaborada con sangre, harina de maíz,
manteca y un poco de cebolla picada, que tras cocer hasta cuajar, se toma sola
o con leche e incluso se puede freír en rodajas.
Arroz en la
morcilla
Probablemente
en pleno siglo XIX se incorporó de forma desigual en la geografía nacional el
arroz, como fécula absorbente y expansora de la masa fundamental de la
morcilla, empleado solo o con la compañía de pan o harinas diversas. Esto se
deduce de la historia de la difusión del cereal en España. Algunas
reivindicaciones de remota antigüedad de la morcilla de Burgos, con arroz, que
sitúan su origen ya en el siglo XVII, no tienen apoyo documental, que sepamos.
Si bien el arroz es más caro que el pan, la harina o la calabaza, su expansión
durante el proceso de cocción acaba dando un género que da mayor ganancia al productor,
manteniendo las mismas proporciones de grasa, sangre y frutos secos.
La historia
del arroz en España es accidentada. La economía agrícola de los moriscos
estaba centrada en el arroz, frutas y hortalizas; el rey Pedro II de Aragón
prohíbe el cultivo de arroz en Levante en 1342, orden que confirma a principios
del XV el rey aragonés Martín, con el pretexto de la sanidad de la población
(‘humores o pestilencias’ de las aguas estancadas). Fernando VI autoriza el
cultivo de nuevo en 1753. Jordán de Asso constata que en Aragón, a finales del
siglo XVIII, el precio del arroz era igual al del queso, es decir, caro, y que
la mayor parte del producto procedía de Valencia, aunque había plantación
también en Aragón, destacando San Mateo de Gállego, que cultivó el cereal hasta
1747.
Por fin, habrá
que resaltar que el empleo de arroz es más abundante en la chacinería en las
regiones en las que menos se importa desde Levante, empezando por Castilla la
Vieja, quizá porque constituía un signo de distinción social y consecuentemente
de calidad del producto chacinero que con él se preparaba. De este modo,
parecería que el arroz en la formulación de la chacinería de sangre comienza en
el segundo tercio del siglo XIX y que se concentra en regiones españolas donde
se incorporó de forma temprana. Sin embargo, hay un detalle curioso que recoge
López Linaje y que nos da pistas nuevas.
Una cita
documental de 1798 recoge la ocurrencia del sacerdote Joaquín Mínguez del Burgo
de Osma (Soria), que dice que "faltando el arroz desde hace seis años y
cebollas con que hacer morcillas en aquel pueblo, el mosén dispuso que se
cociesen patatas y mondadas las deshizo en una servilleta, dexándolas como
harina". Al parecer, *la gente, que inicialmente se carcajeó del desatino,
al probar el resultado quedó encantada. Se había reinventado, quizá, la
patatera extremeña. Pero lo que más nos interesa: parece que ya en 1792, y sin
duda antes de esa fecha por la costumbre inveterada, existía la morcilla de
Burgos... no en Burgos, sino en El Burgo de Osma. Si la morcilla de arroz,
burgalesa por patente, se difunde y estabiliza a partir del segundo tercio del siglo
XIX, su nacimiento no ‘urbi et orbi’ se adelanta unos siete decenios, también
en tierras castellanas. ¡Bendita invención!
No hay comentarios:
Publicar un comentario