(Un texto de Caius Apicius en el suplemento gastronómico del
Heraldo de Aragón del 10 de enero de 2015)
Antes de que la
creatividad desbordante de los cocineros mediáticos acabase, o al menos lo
intentase, con la cocina clásica, la cocina tradicional, solía decirse que
donde se apreciaba la calidad de un cocinero era en sus salsas; una salsa,
decíamos, es el alma de un guiso.
La teoría y práctica
de las salsas era asignatura fundamental en el aprendizaje de todo chef que se
preciase. Y, para empezar, debía dominar las que se llamaban salsas madres:
desde una mahonesa a una española, pasando por bechameles, salsas de tomate,
alemanas, holandesa...
Hoy vamos a fijarnos
en una de esas salsas madre, aunque por la cantidad de derivados que han
surgido de ella deberíamos llamarla "salsa abuela". Es simple de
concepto, no tanto de ejecución y lo indudable es que se trata de una salsa
absolutamente mediterránea, pues se basa en dos productos indispensables en esa
cocina: aceite de oliva y ajo.
El aceite de oliva,
que los griegos consideraron un regalo de la diosa Atenea y otras culturas le
adjudicaron también origen divino, está presente en la cocina de toda la cuenca
mediterránea. El olivo forma, con la vid y el trigo, la que hoy llamaríamos
troika de plantas mediterráneas fundamentales.
Olivo, vid y trigo
fueron emblemas de la civilización romana, que las llevó consigo hasta la
máxima expansión de Roma; de hecho, esa expansión se detuvo allí donde fue
imposible el cultivo de las tres plantas (el océano, los desiertos...) Pero al
igual que los tres mosqueteros eran cuatro, la trilogía botánica del Mare
Nostrum tenía su D'Artagnan: el ajo.
El ajo no despierta
sentimientos unánimes en todo el mundo. Hay que reconocer su agresividad, que
no gusta a todos. A los mediterráneos, en general, sí, y lo consideran un
elemento imprescindible en la cocina. Hay que saber usarlo con tiento, desde
luego: su rastro es indeleble durante mucho tiempo.
Aceite y ajo, o ajo y
aceite, en catalán all i oli, que dio paso al castellano alioli. La idea es, ya
decimos, sencillísima: se trata de ligar en el mortero ajo con aceite; el ajo
se machaca, y se va añadiendo poco a poco, a hilo, el aceite de oliva necesario
para ligar la salsa, ideal para muchos pescados y arroces marineros, entre
otras cosas.
¿Problema? Que pese a
su carácter de iconos de la cocina mediterránea, no es tan fácil conseguir que
aceite y ajo se decidan a ligar por las buenas: suele requerir el uso de todas
las dotes de convencimiento del ejecutor, es decir, que hay que trabajársela
muy bien... y muchas veces acaba cortándose.
Por eso no es lo más
habitual que le pongan a uno un alioli auténtico aunque la receta lo proclame
así. Se suele domar. Y la forma más frecuente y fácil de hacerlo es añadir al
binomio ajo-aceite una yema de huevo. Eso sí que liga con facilidad: el trío se
entiende mucho mejor que la pareja. La salsa resultante es más untuosa, y hasta
más atractiva a la vista.
Ésta sí que es una
salsa madre. Su hija más conocida, la que llamamos mayonesa o mahonesa (se
suele sostener que esta salsa nació en Mahón, en la isla de Menorca, en el
siglo XVIII, cuando cambió varias veces de manos y fue española, inglesa,
francesa, nuevamente inglesa y finalmente otra vez española).
Es posible que naciera
en Menorca... como pudo haber nacido en cualquier rincón del Mediterráneo. Una
mayonesa no es más que un alioli al que se ha añadido huevo para facilitar su
ligazón y al que, en cierto e indeterminado momento, se le suprimió el ajo para
contentar a todos los paladares.
Tan fácil como eso;
pero, de una u otra forma, ahí está el origen de una de las salsas más
populares de la civilización occidental. Puro Mediterráneo... apto para todos
los paladares.
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