(La columna de Benjamín Lana en el XLSemanal del 27 de julio de 2014)
Por más que el refrán insista en lo contrario, sobre gustos hay mucho
escrito. Y sobre el buen gusto, ese concepto que surge del paladar y que
metafóricamente se aplica a toda capacidad de discernir lo bonito de lo
feo, se lleva escribiendo al menos cuatrocientos años. Comida, arte y
buen gusto andan desde entonces tratando de aclarar y formalizar sus
relaciones. Hasta el siglo XVII apenas se asociaba el buen gusto con el
yantar y con el arte. Los libros de cocina se clasificaban entre los de
Medicina. Y no lograron liberarse de su sometimiento hasta que la
química y la fisiología experimental empezaron a cuestionar las bases de
la dietética de Hipócrates, padre de la Medicina, fe inquebrantable
desde la antigua Grecia. En 1764, el Traité des livres rares ya calificó
la cocina de arte, aunque entonces la palabra era más de andar por casa
y designaba tanto las actividades de artesanos como de artistas. Pocos
años después, la cosa del comer pasó a ser tratada como una de las artes
aristocráticas, junto con la equitación y la esgrima. Hicieron falta
varias idas y venidas para ponerse definitivamente en el orden del buen
gusto, alejada del pecado de la gula, eso sí, lavando de culpa por fin a
los amantes de la buena mesa, admirando a aquellas gentes de delicado
gusto a los que se empezó a llamar “sibaritas” en vez de “glotones”.
Aunque las tornas volverían a cambiar varias veces antes de la elevación
a los altares de los actuales profetas de tele y delantal.
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