(Un texto de Ángel
González Vera en el suplemento gastronómico del Heraldo de Aragón del 29 de
junio de 2013)
Lo sucedido
recientemente por la aparición de una nueva normativa obligando a que en las
mesas de restaurantes y bares solo aparezcan botellas etiquetadas, dotadas de
tapón irrellenable prohibiéndose el uso de las tradicionales aceiteras, confirma
una vez más que el aceite de oliva es, al menos en España, un producto sometido
a intereses comerciales ajenos a su calidad e indiferentes a la salud y satisfacción
de los consumidores. Estos acontecimientos aún se agravan más si tenemos en
cuenta que España ocupa el primer lugar en cuanto a elaboración, con una
producción superior al cincuenta por ciento del total mundial, y que solo la
provincia de Jaén produce tanto aceite de oliva como toda Italia.
Antecedentes al
despropósito que ahora preocupa, los ha habido a docenas. Ya la misma
nominación del producto supone todo un desatino, porque resulta que si nos atenemos
a lo que la ley establece «deberá considerarse aceite de oliva solo aquel que
se obtiene directamente del fruto del olivo, únicamente por procedimientos
mecánicos o por otros medios físicos, en condiciones térmicas adecuadas, con exclusión
de los aceites obtenidos por disolventes o por procedimientos de
reesterificacion y de toda mezcla con aceites de otra naturaleza», principios
que si bien cumplen los aceites obtenidos en la mayor parte de nuestras fábricas
y almazaras, son precisamente ellas las únicas que no podrán llamar a ese
producto como la normativa determina, viéndose obligadas, por tal motivo, a
hacer uso de calificativos como 'virgen' o 'extravirgen', y dejando el de 'aceite
de oliva' para aquellos que se comercializan mezclados con otros aceites que no
concuerdan con ella.
Pero aun obviando la
lamentable torpeza, que podemos calificar como conceptual o semántica, no nos
faltarán otras, igualmente graves, nacidas tanto de fortuitas y falsas interpretaciones
como de malintencionadas campañas comerciales que solo han conseguido, a lo
largo de muchos años, desorientar a la opinión pública. Recordemos las campañas
orquestadas desde Estados Unidos para promocionar el consumo del aceite de
soja, o la persistente tendencia a calificar la calidad de un aceite por su
grado de acidez, ratio trascendente si nos referimos a un aceite virgen
comercializado en origen y totalmente inocua si se trata de una botella de aceite
de oliva (mezcla de virgen y refinado) puesta a la venta en el anaquel de un
supermercado; sin olvidar los sobresaltos por alarmas alimentarias, como la del
benzopiremo y la de la colza, esperpéntica la primera y autentica tragedia la
segunda.
Pasemos pues sin más
dilación a explicar lo sucedido en las últimas semanas. A principios de [2013],
el sector oleícola sintió que se cumplía un deseo largo tiempo esperado; las
autoridades comunitarias establecían el uso obligatorio en las mesas de restaurantes
y bares de botellas de aceite etiquetadas y dotadas de tapón irrellenable,
medida que debía entrar en vigor a principios del año 2014, lo que significaba que
a la tradicional aceitera, variopinta en sus formas, materiales e incluso
limpieza, le quedaban pocos meses de vida. Portugal ya había tomado la
iniciativa unos años antes y parecía que la medida había sido todo un éxito.
Pero hete aquí que aun no habían transcurrido tres meses, sin apenas tiempo
para pensar cómo se resolverían problemas graves como los de vigilancia o
implantación de las medidas, o menos graves, como el determinar qué se haría con
el vinagre, normalmente servido junto con el aceite en los tradicionales convoyes,
cuando aparece nuevamente el comisario Sacian Ciolos para decir que ha tomado la
decisión de retirar el proyecto, convencido por las alegaciones presentadas por
países de tan escasa tradición mediterránea como Reino Unido y Países Bajos, alertando
del grave daño que podía producir a los consumidores la aplicación de la
normativa aprobada.
«Despropósito» y «traición»
han sido las críticas más livianas lanzadas por la administración y representantes
de los sectores agrarios y productivos del olivar, y no les falta razón para
hacerlo, pues si la regresión de la medida es grave por el desencanto que produce,
el razonamiento usado para justificarla lo es aún mayor, porque ofende a la
inteligencia de todos. ¿Cómo puede perjudicar al consumidor una medida que solo
trata de evitar que en restaurantes o locales públicos de escasa ética profesional
den gato por liebre, al poner en sus manos, o en este caso en su boca, estómago
o hígado, un producto, cuando no espurio, sí al menos de desconocida
procedencia, que puede en algunas ocasiones resultar incluso tóxico?
No se nos escapa que
'lobbies' con altos intereses económicos que comercian, desde entidades centroeuropeas,
con grasas de diferente naturaleza, mucho menos nobles que el aceite de oliva,
han podido influir fuertemente para que la medida no entrase en vigor, pero también
y antes de que tengamos que entonar un réquiem por nuestros olivos, los países productores
de esta joya de la naturaleza (no me importa proclamarlo una vez más) deberían
reflexionar sobre si no tendremos también nosotros una parte de culpa de lo que
está sucediendo. Urge conseguir que el mercado y el consumo de aceite de oliva
se normalice y alcance el nivel del que gozan los productos de calidad extra,
en los que, salvando las medidas lógicas de control en todo producto
alimentario, sea el usuario el que establezca las reglas y quien determine cuál
vale y cuál no, y cuanto está dispuesto a pagar por uno y por otro, y en el que
los productores más pronto que tarde ofrezcan aceites de oliva sin artilugios
semánticos, fácilmente identificables y en los que un precio alto de compra
siempre se vea recompensado por una alta satisfacción culinaria. Y por ceñirnos
al tema que nos ocupa, que con normativa o sin ella, sea el usuario quien
determine qué restaurante merece ser distinguido por su compromiso de usar en
sus mesas y, lo que es más importante, en su cocina, un buen aceite de oliva
virgen.