(Un texto de Caius Apicius del
30 de noviembre de 2010)
A estas
alturas, cuando mucha gente conoce más la omnipresente cocina
japonesa que las especialidades culinarias del pueblo de al
lado, será raro que alguien no sepa qué es la tempura; está muy
bien, porque nada que sea cultura, también en gastronomía,
estorba.
El saber,
decían nuestros abuelos, no ocupa lugar... aunque cuando echo un
vistazo a los anaqueles de mi biblioteca constato que sí, que
ocupa muchísimo sitio.
El éxito
de determinadas especialidades niponas en la cocina occidental,
entre ellas, por supuesto, la tempura, hace que mucha gente haya
pasado de la teoría a la práctica. También es bueno: hay que
ampliar el repertorio, y la tempura es una forma deliciosa
de comer verduras, mariscos y pescados.
En
general, la tempura le gusta a todo el mundo, incluidos esos
ciudadanos bajitos de paladar complicadísimo que son los niños,
que adoran sistemáticamente las cosas fritas. El problema viene
de la libre interpretación de la receta, que hace que se nos
venda como tempura lo que no pasa de ser un buñuelo. Para mí, una
de las virtudes más apreciables de la tempura es su sutileza:
la capa exterior, la que la recubre, ha de dejar entrever el
interior, sin ocultarlo jamás, limitándose a velarlo.
Un plato
de tempura de varias verduras debe ser un espectáculo para la
vista, ya que el tenue rebozado debe dejar percibir los colores
de esas verduras. Vamos, que el koromo, que es como se
llama la pasta de la tempura, por muy japonés que sea, ha de ser
mucho más parecido a un velo de tul que a un quimono, prenda que
no desvela nada y más bien lo tapa todo.
Pero
resulta que va uno a comer a un restaurante -descartemos los
japoneses, aunque hay de todo- y pide esa tempura de marisco que
hay en carta... para ver cómo le ponen delante un plato de
buñuelos de marisco, en los que lo único que se ve es el
rebozado; un buñuelo doradito es agradable a la vista, pero no
es una tempura. Lo que pasa es que, de alguna manera, la tempura
ha vuelto a sus orígenes. Y en sus orígenes era... un buñuelo.
La tempura
es, en efecto, plato de ida y vuelta. Fueron los misioneros
portugueses llegados a Japón de la mano del navarro Francisco
Javier quienes introdujeron esta fritura en el país del sol
naciente.
Su
carácter cuaresmal, ya que su contenido no rompía las rígidas
normas que la iglesia de la época dictaba para la comida de ese
período de penitencia, está dado por la ausencia de carne: la
tempura consta de verduras, mariscos o pescados, y todo ello
se podía comer en Cuaresma -la propia palabra parece
derivar de la expresión ad tempora Cuaresmae- y los
viernes y otros días de vigilia, que había muchos.
Por
supuesto, como ocurre en tantos platos populares, de lo que se
trataba con esta fritura abuñolada era de "estirar" el
ingrediente principal, más caro que los de la "gabardina";
entonces, como sucede en la mayoría de los buñuelos, el
continente tenía más volumen que el contenido.
En Japón,
el plato acabó por refinarse y ganar en vista, que ya sabemos
que es algo muy importante en la cocina nipona: de ahí ese
aspecto de simple y sugerente velo que tiene una tempura bien
hecha.
Pero al
volver por estos lares, la tempura ha recordado que en su día
fue un simple buñuelo... y se ha abuñolado. Quede claro que no
tenemos nada contra los buñuelos, a condición de que su masa no
llegue al comensal casi cruda-, pero un buñuelo es lo que
es, y una tempura es otra cosa, aunque parta de la misma
idea. De modo que muchos cocineros se han quedado con la letra,
pero no con la música... y la interpretan a su manera.
Recuerden:
los ingredientes rebozados han de cortarse de tamaño de bocado.
En cuanto a la pasta o koromo, hay muchas recetas, pero
lo más práctico es comprar harina especial para tempura y
trabajarla con agua muy, muy fría, siguiendo las instrucciones
del fabricante.
Ha de
quedar con una textura parecida a la de una natilla clásica.
Luego no hay más que ir sumergiendo, a poder ser con palillos,
cada bocado en la pasta y, de ahí, a la sartén, con aceite bien
caliente. En cuanto tomen ese color tan apetitoso, a escurrir
sobre papel absorbente. Y sin más dilaciones, a la mesa.
Ah: no se
líen con los palillos: coman la tempura con los dedos.
Lo suyo es mojarla en una salsa de soja "alegrada" con un poco
de wasabi, pero no es obligatorio. Le va una buena cerveza, por
supuesto, pero también un blanco fresco: un godello de
Valdeorras será perfecto.
Pero no me
negarán que no deja de ser curioso que, medio milenio después de
haber salido de la Península para irse al otro lado del planeta,
la tempura, en su retorno, haya tirado de memoria, reconocido su
cuna y... vuelto a ser un buñuelo. Procuren que su tempura no
olvide lo que aprendió en el Japón: es... otra cosa.
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