(La columna de Martín Ferrand en el XLSemanal del 15
de julio de 2012)
Las clases altas de la antigua Roma, probablemente
insatisfechas con la frugalidad de sus ascendientes griegos, abundaron en
muestras de suntuosidad y despilfarro. Estos lujos, herederos de Oriente y de
Síbaris, cobraban especial relevancia en los banquetes que los patricios
ofrecían a sus invitados. Aparte de servir una ingente cantidad de comida, se
alardeaba de la propia riqueza a partir de la preciosidad de las vajillas, la
magnificencia del servicio y la originalidad de
ingredientes y recetas.
El ejemplo extremo de ostentación romana lo ofreció
el emperador Heliogábalo, quien sirvió a sus invitados 600 sesos de avestruz
como delicado obsequio. El menú se completó con guisantes aderezados con
pepitas de oro, lentejas con piedras preciosas y otros platos mezclados con
perlas y
ámbar.
No constan las dentaduras afectadas.
Quizá ese banquete pueda parecer exagerado. Pero,
siempre hijos de los romanos, nuestra nueva cocina no anda lejos de tan magno
banquete. Con la nueva cocina de sifón y química avanzada, los colores, las
texturas y la geometría juegan un papel más importante que los sabores. Aparte
hay juegos de magnífica escenografía. En El Celler de Can Roca (calle de Can
Sunyer, 48, Gerona) sirven un olivo bonsái que esconde una aceituna por
comensal. Una vez encontrada y mordida, se descubre
que es una imitación escarificada con sabor a oliva. El postre estrella de El
Club Allard (calle Ferraz, 2, Madrid) consiste
en una pequeña pecera que reproduce fielmente un paisaje submarino, mejillón y
coral incluidos, construido a partir de chocolate. Digno de un césar.
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