(Un texto de Ana Vega en el Heraldo de Aragón del 12 de mayo de 2018)
Una casa de subastas vende un bizcocho de 1805, muestra del triste rancho que recibían antiguamente los militares.
El 21 de octubre de 1805, frente a la costa de Los Caños de Meca, la
armada británica derrotó a la flota franco-española en la que sería una
de las batallas navales más importantes de la historia. La victoria del
almirante Nelson en Trafalgar fue decisiva en el desarrollo de las
Guerras Napoleónicas y supuso el inicio de la hegemonía inglesa sobre
los mares; se ha contado en novelas, películas y documentales, se han
escrito miles de libros sobre ella y sus protagonistas, pero no habíamos
visto nunca qué es lo que comían los marineros que participaron en la
contienda.
Ahora podemos hacerlo gracias a un militar británico que
atesoró como recuerdo de sus glorias navales una simple galleta. Thomas
Fletcher, suboficial de artillería, luchó aquel fatídico día de octubre
alimentando los cañones del navío de línea HMS Defence y, lo que es más
importante, vivió para contarlo. Escribió detalladamente su experiencia
en un diario personal junto al que guardó otros recuerdos de Trafalgar
como medallas, poemas, listas de bajas y, curiosamente, una galleta del
rancho que recibían los marineros. Tal trozo comestible de historia se
heredó, guardado como oro en paño, de generación en generación hasta
2005, cuando se vendió a un coleccionista particular que ahora
nuevamente lo saca a subasta en Londres. Por un precio estimado de unos
3.000 euros pueden ustedes hacerse con la mítica galleta que -ya les
aviso- desgraciadamente no está en condiciones de ser ingerida:
petrificada por el paso del tiempo y parcialmente rota, nos sirve sin
embargo como testimonio de las antiguas condiciones alimenticias de los
marinos y militares en general.
Si estaban pensando ustedes que no está nada mal eso de
comer galletas antes de enfrentarse con el enemigo, andan equivocados.
La galleta de Fletcher, de doce centímetros de diámetro, tiene más o
menos el mismo poco apetitoso aspecto ahora que hace doscientos años,
cuando era el sustento principal de marineros y soldados. Puede que
ahora entendamos «galleta» como sinónimo de elaboración dulce, pero
hasta finales del siglo XIX galleta (del bretón kálet, duro) era el pan
de munición que se daba a la tripulación y pasaje de las embarcaciones,
que se distinguía del normal en que no llevaba prácticamente levadura y
había sido cocido dos o más veces. Mucho antes que galleta, término
usado desde el XVIII, recibió otro nombre también relacionado
actualmente con la repostería: bizcocho. El origen de esta palabra está
precisamente en la doble cocción (panis bis coctus, en latín) que sufría
la masa, la clave para que el pan perdiera su humedad y pudiera
consumirse y almacenarse durante un largo período de tiempo.
Las galletas o bizcochos de mar eran, debido a su poco peso, gran
sustento y amplia durabilidad, el alimento básico en los barcos que
hacían largas travesías. Duros como una piedra y secos como la mojama,
los 'vizcochos' o 'biscochos' ya figuraban entre los mantenimientos de
la flota española en el siglo XIV. Diego de Valera (1412-1488)
aconsejaba tener a bordo, por hombre y ración diaria «una libra de
viscocho e un azumbre de vino, e de carne o pescado a tres onbres dos
libras, algunas vezes pueden pasar con queso e cebollas e legunbres e
semejantes cosas de que los navíos deben ir siempre mucho fornecidos, no
olvidando el azeite e vinagre, que son dos cosas mucho necesarias en la
mar» (sic).
También mencionan los bizcochos las 'Siete Partidas' de
Alfonso X como avituallamiento, ya que eran «pan muy liviano que se
cuece dos veces y dura más que otros». De bizcochos iban repletas las
naos de Colón cuando salieron rumbo a lo desconocido o las de
Magallanes, preparadas para dar la vuelta al mundo.
En el siglo XVII se empezó a diferenciar entre el bizcocho de
galeras, triste sustento de los forzados, y el bizcocho regalado o
dulce, que evolucionó en lo que hoy en día conocemos como postre. Aparte
del nombre común, nada tenía que ver uno con otro: la versión marinera,
hecha para durar meses e incluso años, llevaba únicamente harina, sal y
agua. No solamente era insípida y dura debido a su lenta y repetida
cocción, sino que además tendía a pudrirse debido a la humedad y las
plagas.
Gorgojos, gusanos y cucarachas se daban festines con aquellas
galletas de mar, convirtiendo el momento de la comida en un banquete
nauseabundo. En 1805, el mismo año de la batalla de Trafalgar, publicaba
el cirujano gaditano Pedro María González el 'Tratado de las
enfermedades de la gente de mar', hablando extensamente de los bizcochos
de galera y los problemas que acarreaban: «La menor humedad,
introducida en los pañoles del bizcocho o galleta, penetra estas
substancias, las reblandece, y obrando de concierto con el calor
continuo, las altera y corrompe. Los insectos [.] se alojan en ellas,
crecen, procrean, las devoran y destruyen, convirtiendo su textura
interior en unos asquerosos receptáculos de sus excrementos y numerosa
posteridad. ¿Cuántas veces no se ve el marinero en el caso de vencer su
repugnancia a impulsos de la necesidad?».
Seguramente no les extrañe tanto ahora que Thomas Fletcher
decidiera no comerse su galleta y la guardara para la posteridad.
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