(Un texto de Caius Apicius en elconfidencial.com del 8 de noviembre de 2011)
A aquellos que cuando eran niños y se les hacía dibujar un
pollo lo representaban ya decapitado y desplumado, listo para
asar, les extrañará saber que esa ave tan poco valorada hoy fue,
hasta la generación anterior a la suya, una encarnación del
lujo gastronómico a la altura de, pongamos, la langosta.
En cambio, quienes crecimos deleitándonos con las andanzas del
Carpanta de Josep Escobar, cuyo sueño inalcanzable era un pollo
asado, sabemos lo que significaba llevar uno a la mesa: era
plato de días muy señalados, que además solía generar
bastantes conflictos emocionales porque lo normal era que el
pollo llegase vivo a casa y el pequeño de la familia lo tuviese
más por compañero de juegos que por presunto manjar... que, una
vez cocinado, se negaba en redondo a comer.
Pero el pollo, aunque hoy no lo aprecie nadie si no le ponemos
apellidos, origen y pedigrí, fue hasta hace nada comida de
poderosos, vetada al pueblo llano salvo que este fuera
propietario de un gallinero, y aún así serían más los pollos que
vendería que los que consumiría en casa. Daban dinero, los
pollos. Y las gallinas, que son fábricas de huevos y pollos,
más. Esa alta consideración del pollo viene de muy atrás.
La Europa carnívora se saciaba más con cerdo que con aves de
corral; estas eran bocado demasiado refinado, "caviar para el
vulgo", como hace decir a Hamlet Shakespeare.
Juzguen, pues, la cara que se les pondría a unos soldados del
duque Leopoldo V de Austria, quizá el más importante elector del
Sacro Imperio de la época, cuando, a finales del siglo XII,
sorprendieron en los aledaños de Viena a un individuo con traza
de peregrino mendicante que, pese a su aspecto zarrapastroso, insistía
en las posadas en que se le sirviese pollo asado. ¡Pollo
asado, nada menos, que ellos, fieles servidores del duque, no
cataban nunca!... Por si sí o por si no, lo detuvieron y lo
llevaron ante su señor. Para Leopoldo, fue como si le hubiese
tocado la lotería, porque el falso peregrino era nada manos que
Ricardo I Plantagenet, rey de Inglaterra, conocido por el
sobrenombre de "Lionheart", Corazón de León.
El vienés tenía algunas cuentecillas que saldar con Ricardo.
Habían sido compañeros en la III Cruzada, junto con el rey
Felipe II de Francia... y habían acabado como el rosario de la
aurora. Para empezar, un primo de Leopoldo, Conrado de
Montferrat, fue proclamado por los cruzados rey de Jerusalén,
pero no llegó a ser coronado: lo sacaron del medio antes. La
versión oficial señaló como culpables a los fanáticos de la
Secta de los Asesinos del famoso Viejo de la Montaña; pero por
detrás se dijo que el instigador había sido Ricardo, que tenía
candidato propio.
Por si esto fuera poco, cruzados ingleses arrojaron al foso de
la fortaleza de Acre el pendón que los hombres de Leopoldo
habían izado junto a las enseñas reales de Francia e Inglaterra.
El austríaco se enfadó y les dijo a Felipe y Ricardo "ahí os
quedáis"; Felipe, poco después, también se marchó y dejó solo a
Ricardo ante Saladino. Ricardo pacta la retirada y vuelve a
casa... o eso intenta. Como Ulises, naufraga. Dos veces. Decide
seguir por tierra, disfrazado. Y su ansia de un bocado regio
le pierde. Leopoldo lo encierra en una fortaleza y fija un
rescate fabuloso. En Inglaterra, el hermanito de Ricardo, el
príncipe Juan, luego llamado "sin Tierra", remolonea.
Y ahí aparece -tachán- Robin Hood, el arquero de Sherwood,
decidido partidario del rey Ricardo, nadie entiende por qué,
pues los Plantagenet son normandos y oprimen a los sajones, y
Robin Hood (o Robin de Locksley, o Robín de los Bosques) es
sajón. Pero se vuelca en asegurarse de que el rescate llegue a
buen puerto, y en las películas aparece, al final, Ricardo, como
una especie de "deus ex machina", para arreglarlo todo a
satisfacción de Robin.
Así Ricardo, que era un pájaro de cuenta que se peleó hasta con
su padre, pudo regresar a casa y quedar como el bueno de la
película. En Inglaterra le dio tiempo a proclamar como lema de
la corona el "Dieu et mon Droit" (Dios y mi derecho) que sigue
hoy campando así, en francés, en las armas inglesas. Poco estuvo
en su reino principal: menos de uno de los cuarenta y un años
que vivió. Porque murió, en efecto, joven, de una manera
bastante estúpida: cuando inspeccionaba el asedio de un
castillejo francés de poca importancia, un chico le disparó con
su arco, más que nada por probar. Le dio. La herida no era
mortal, pero los cirujanos de la época se encargaron de que lo
fuese. Y allí, en el campo, pero no en la batalla, acabó la vida
de uno de los reyes ingleses cuyo nombre conoce todo el mundo.
Una flecha de pruebas... Ya sería el colmo que las plumas de esa
flecha hubieran sido de pollo
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