(La columna de Martin
Ferrand en el XLSemanal del 5 de agosto de 2012)
En tiempos del emperador Tiberio
Claudio César Augusto Germánico, al que la novela de Robert Graves nos acostumbró
a llamar sencillamente Claudio -el sucesor de Calígula- había en Roma más
escuelas de cocina que de Filosofía o Gramática. No me he puesto a contar las
que, con distintas apariencias y diferentes patrocinios, existen hoy en Madrid
o Barcelona, pero es muy posible que hayamos superado la proporción de la
capital del Imperio en los primeros años tras la muerte de Cristo. El
historiador Salustio, pleno de sentido crítico, decía que el Imperio estaba
poblado por esclavos del vientre -dedíti
ventri-, por gentes más dispuestas al gozo de la mesa que al rigor del
estudio. En Roma, como ahora en todas las capitales europeas, abundaba el
comercio especializado en la venta de productos golosones procedentes de los
más remotos rincones del mundo conocido.
Hay que romper una lanza a favor
de las escuelas y los cursos de cocina. En las primeras se forma el relevo del
espectacular cuadro de grandes maestros que hoy son figuras estelares de la
restauración española, la mejor del mundo. En los segundos perfeccionan sus
conocimientos y habilidades los aficionados. Muchas amas, o amos, de casa y
domingueros de la cocina alcanzan niveles técnicos muy respetables gracias a
esos cursos que tanto abundan y acreditan el creciente interés social por una mejor
y más placentera alimentación. Además, saber es ahorrar. Y eso no es cuestión
menor en tiempos de crisis, en los que conviene aprovechar al máximo los
productos disponibles y ser capaces -profesionales y aficionados- de convertir
en un placer la inteligente elaboración de una berenjena.
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