(Un texto de Ana vega Pérez de
Arlucea en el Heraldo de Aragón del 30 de marzo de 2019)
'Estilo de servir a príncipes'
(1614) incluye los más de 300 platos que debía conocer un profesional de los
fogones para triunfar en el Siglo de Oro.
Cocinero
oficial de la cocina de un señor, porque la gente ordinaria no se sirve de
cocineros. Estos son liberales, pero no muy limpios; son costosísimos y gastan
gran cantidad de especias y manteca y vino y todo lo demás». Esto es lo que
significaba hace 400 años dedicarse a la cocina o, al menos, lo que implicaba
para Sebastián de Covarrubias, que en su 'Tesoro de la lengua castellana o
española' (1611) lo despachó de un plumazo subrayando los aspectos que eran
para él más definitorios del oficio: trabajar en una casa señorial, gastar una
barbaridad en materia prima y no ser demasiado escrupuloso con la higiene.
Este último
prejuicio sería ampliamente difundido a lo largo del Siglo de Oro a pesar de
que los buenos cocineros se empeñaran siempre en defender la limpieza y
pulcritud. Así lo hizo nuestro ya conocido Francisco Martínez Motiño, jefe de
las cocinas reales de Felipe III, en su famoso 'Arte de cozina' (1611). Su
primer capítulo está precisamente dedicado a la limpieza, «la mas necessaria y
importante para que qualquier cozinero dè gusto en su oficio» (sic), y no se
cansó de repetir la importancia de lucir una cocina aseada y curiosa, con las
paredes blanqueadas y los utensilios siempre ordenados y a mano, de manera que
cuando alguien entrase en la estancia «se holgase de verla».
En lo mismo
abundó un curioso libro, impreso en Madrid en 1614, y que, bajo el rimbombante
título de 'Estilo de servir a príncipes con ejemplos morales para servir a
Dios', constituye la gran guía del barroco español acerca de cómo funcionaba el
servicio doméstico de la nobleza. Lo escribió don Miguel Yelgo de Vázquez,
natural de Loja (Granada), para ilustrar a los grandes señores sobre el
protocolo, gestión y funcionamiento ideales de una casa noble, cuestiones que
tras el advenimiento de los Austrias, sus modas flamencas y la imposición en la
corte de la estricta etiqueta borgoñona, se habían vuelto especialmente
peliagudas.
El poder, linaje,
educación y patrimonio de una familia se manifestaban públicamente a través del
ceremonial observado en su hogar, de modo que el reglamento interno de la
servidumbre y el buen desempeño de esta en sus funciones incidían directamente
en la imagen de sus amos. Así pues, resultaba de la mayor importancia tener
criados competentes que supieran reflejar tanto el prestigio de su señor como
su lujoso estilo de vida, que intentaba imitar siempre aunque a menor escala al
de la real corte.
En el siglo
XVII servir eficientemente a un gran señor era uno de los modos más adecuados
de prosperar, asegurarse un trabajo e incluso aspirar a mejorar de posición
social. Yendo aún más allá, Yelgo de Vázquez estableció un paralelismo entre el
servicio al hombre y el servicio a Dios, de modo que según él el perfecto
cumplimiento de los deberes se podía convertir en un mérito moral y en una
puerta abierta a la salvación eterna.
Entre los
diferentes oficios que entonces se podían desempeñar dentro de una casa
nobiliaria encontramos el de mayordomo (jefe principal del servicio, a quien
estaban subordinados todos los demás criados), secretario, caballerizo,
tesorero, paje, ayo o tutor, guardarropa, portero, cochero y algunos que ahora
nos resultan ajenos aunque reconozcamos sus nombres.
Por ejemplo
camarero, que era el que ayudaba a vestir y acompañar a su amo y ahora
llamaríamos «ayuda de cámara», maestresala o encargado de la mesa de su señor,
veedor o asistente de compras e inventario y repostero (del latín
repositorius), que nada tenía que ver con lo que ahora entendemos como
repostería y sí con reponer, guardar y vigilar los objetos relacionados con un
ramo del servicio, como podían ser la plata o la ropa blanca.
Al cocinero y
sus funciones dedica el libro dos capítulos enteros: 'Del modo de servir del
cocinero y sus obligaciones' y 'Diferencias de guisados que debe saber para ser
buen oficial'. Advertía el autor de que estar en buenos términos con el jefe de
cocina era fundamental, «pues es de quien cuelga el regalo del sustento de su
señor y así el cocinero que guisa a gusto y regalado se ha de estimar» y en
caso de que no se pudieran satisfacer sus aspiraciones con dinero, por lo menos
había que hacerlo con «buenas palabras y amorosas, dichas de manera que
entienda que le quieren bien».
El buen oficial
de cocina debía pretender ser siempre el mejor en dar gusto a su amo y saber
elaborar suficientes platos como para atender cualquier posible petición. Tenía
también que emplearse con mucha limpieza «y enseñársela a tener a los galopines
de la cocina, y no consentir que ninguno llegue con las manos a lo que está
guisado [.] porque no puede tener cosa peor que no ser celoso de la limpieza».
Entre sus deseados atributos habían de estar igualmente la diligencia, la
rapidez, la capacidad de dirigir a los que estaban a su cargo, el orden y la
honradez, ya que no era raro que los que entonces trabajaban en cocinas
escamotearan ingredientes y dieran gato por liebre en sus recetas.
De platos
concretos y del extensísimo recetario que debía dominar un cocinero de alta
categoría habla el capítulo XIX, en el que se hace relación de las recetas
básicas que supuestamente satisfarían las necesidades gastronómicas de una casa
señorial. A un buen cocinero no podían pillarle en un renuncio, de modo que
ante eventuales antojos de su patrón por modernas exquisiteces Yelgo de Vázquez
recomendaba el estudio previo de dos obras culinarias muy famosas en su época:
el 'Libro de cozina' de Diego Granado (1599) y la 'Opera del chef italiano
Bartolomeo Scappi' (1570). «Estos dos libros que dan entera razón del guisar,
ninguno del arte deje de regirse por cualquier de ellos, el español para
español, el italiano para italiano», decía Yelgo.
Se ve que que
no sabía que Granado había copiado punto por punto la mayoría de sus recetas a
Scappi (o como le llama Yelgo, Bartolomé Caspi), pero lo importante es que ya
estaba aconsejando que los cocineros se educaran y ampliaran los límites de su
recetario tradicional.
Nada menos que
150 platos para días de carne y casi 200 para días de abstinencia constituían
el catálogo esencial del perfecto cocinero barroco. Desde escabeche de perdices
a bocaditos de membrillo, pasando por delicias más o menos complicadas como
salchichones, pastelillos cuajados de ternera, torreznos con vino, cardo
guisado, manjar blanco, decenas de sopas distintas, salsa de mostaza, empanadas
y tortas de todos tipos, queso a la flamenca, carne a la veneciana, albóndigas,
múltiples asados y rellenos, pepitoria, olla podrida, macarrones a la romana, fideos,
potaje de garbanzos, tortillas, escabeches de diversos pescados, gelatinas,
guisados, frituras, conservas, empanados, costradas, pasteles, confituras,
bizcochos, caldos…
Una lista que habla de la
tremenda diversidad de ingredientes a los que podían acceder los poderosos y
del gran desarrollo técnico y creativo de los cocineros de aquel entonces.
Porque el Siglo de Oro no lo fue únicamente de la literatura, sino también de
la gastronomía española.