(La columna de Martin Ferrand en el XLSemanal del 12 de
junio de 2011)
Una de
las señales más claras de que el hambre es uno de los ingredientes constantes
en la Historia de España reside en el hecho de que una buena parte de los platos
más frecuentes en el folclore coquinario nacional recibe el nombre del recipiente en el que se preparan. Aquí lo mismo
nos comemos una paella que una olla, un puchero que un pote o una escudella. Le
damos al contenido el nombre del continente porque aquel resulta siempre más
improbable. Los gallegos nos comemos con gran alegría 'un pote' sin tener en
cuenta que, según el DRAE -tan desorientado en vocablos gastronómicos-, es «una
vasija redonda, generalmente de hierro con barriga y boca ancha». El recipiente, como ocurre
con la paella y demás cacharros propios para los fogones, es algo cierto. No
ocurre lo mismo con lo que el recipiente pudiera llegar a contener: un caldo de
grelos con su lacón, su unto y demás sacramentos o un arroz con pollo y caracoles. La olla, sea de barro o de hierro, es demasiado indigesta
para un cristiano y, si bueno
es lo que en ella pueda cocerse, conviene no hincarle el diente a tan
tradicional recipiente, hermano del puchero y la
cazuela.
En
buena parte de la España interior, en alarde de
progreso de la cocina industrial servida desde sus fabricantes a los puntos de
consumo, dizque restaurantes, va siendo frecuente un letrero en el que reza: «tenemos
paella». Les aconsejo no entrar en tales establecimientos, salvo que se trate
de viejas ferreterías o modernos establecimientos para aficionados a cocinar.
Solo ellos están legitimados para «tener paellas». A los restaurantes les cabe
usarlas; con los demás elementos de la batería de sus cocinas, y elaborar en
ellas el mejor guiso del Mediterráneo.
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