(La columna de Martín Ferrand en el XLSemanal del 20 de
febrero de 2011)
Por cordobés, además de por sabio, le decía Séneca a Lucilio
en una de sus Epístolas morales: «El vientre
no oye preceptos». No hay norma alguna que pueda contradecirlo. Todos somos dueños
de nuestra hambre. Luis Federico Leloir (1906-1987) fue un notable bioquímico argentino
que mereció el premio Nobel de Química en 1970, el mismo año que el de
Literatura fue a parar a Aleksandr Solzhenitsin. Leloir era un hombre sencillo,
sobrio, humilde y metódico que, consagrado a la investigación, descansaba de tarde
en tarde marchándose a Mar del Plata para jugar al golf. Sus jornadas
deportivas eran, como su propia vida, intensas y dedicadas. Al atardecer, de
regreso a los salones del Golf Club, el plato disponible para matar el hambre era,
inevitablemente, una ensalada de crustáceos con lechuga y mayonesa.
Harto de tan monótona dieta, el científico le pidió al camarero
otros ingredientes y aliñó su plato, mitad por mitad, con la mayonesa habitual y
salsa kétchup. Así nació, en los años treinta, un clásico que, con distintas variantes,
es universal. Nuestra salsa rosa suele utilizar tomate frito, que tiene aceite,
en lugar del kétchup, que no lo tiene, y en algunos lugares le añaden unas
gotas de brandi o de oporto, según los gustos; pero que conste el origen ‘científico’
de la salsa golf que figura en las cartas de los clubes de la especialidad en todo
el mundo con la única excepción española. Quizá por Leloir, marcadamente antinazi,
se mostró en sus días de residencia en Inglaterra especialmente hostil al franquismo
y defensor de la República. Como nutrólogo
investigó la síntesis que los azúcares en el cuerpo humano. Todo un personaje que
supo y quiso vivir en 'su' salsa.
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