(Un texto de Caius Apicius en El Confidencial del 25 de marzo de 2014)
Cuando participaba como profesor en los cursos sobre relaciones
internacionales que organizaba la agencia EFE para alumnos de
Periodismo había siempre alguno, normalmente mexicano, que me
decía: "La comida de aquí no me sabe a nada".
"Aquí" era España, pero también podía ser Francia o Italia. Se
referían a que los alimentos, aquí, no estaban
condimentados como allá. Echaban de menos, sobre
todo, los chiles. Más o menos, el mismo problema tienen los
ciudadanos indios en Europa: a nuestra comida, desde su punto de
vista, le faltan especias.
Quién nos lo iba a decir... porque fuimos los europeos los
grandes impulsores del comercio de las especias. Para un europeo
de la Edad Media o el Renacimiento, las especias
representaban la clásica trilogía de salud (se las
consideraba casi una panacea), dinero (eran caras) y amor (se
las tenía por afrodisíacas). El cierre de la ruta terrestre de
las especias tras la caída de Constantinopla provocó las
navegaciones portuguesas hacia la India, circunnavegando África,
y las españolas hacia Poniente, donde se toparon con un Nuevo
Continente.
La cocina europea usó siempre especias.
También hierbas aromáticas, que estaban más a mano. Pero las usó
siempre con cierta prudencia. En general, las grandes cocinas
trataron siempre de subrayar los sabores originales de las
materias primas utilizadas, de respetarlos. El considerado mejor
crítico gastronómico de la historia, Maurice-Edmond Saillant,
conocido por su seudónimo de "Curnonsky", dejó escrito que la
buena cocina consiste en que las cosas sepan a lo que son,
principio que inspiró, allá por los años 70 del pasado siglo, la
gran revolución que fue la "nouvelle cuisine" francesa.
Llegó, mucho después, la cocina llamada "de fusión".
La gente se interesó por las cocinas que se consideraban
"exóticas". Se produjo un extraordinario aumento del interés por
la cocina (en el primer mundo, claro está, ese que tiene sus
necesidades cubiertas y puede permitirse ciertos lujos), que se
ha plasmado ahora en la proliferación de programas culinarios en
televisión.
Programas en los que se propone que las cosas sepan a cualquier
cosa menos a lo que son. Veamos, por ejemplo, a los cocineros
ingleses (Ramsey, Oliver...) En el subconsciente de un inglés, a
la relación de cosas que incluía Pierre Daninos en su
divertidísimo libro Los carnets del mayor Thompson hay
que añadir un jardinero; los lectores de las andanzas del
Guillermo creado por la genial Richmal Crompton recordarán que,
Guillermo aparte, la máxima preocupación del señor Brown eran
sus rosales, sus azaleas...
Los cocineros ingleses llevan también un jardín en su mente. Y
se ven obligados a utilizarlo. Ningún plato está perfecto para
ellos, ni siquiera un lomo de buey de esa maravillosa raza que
es la Aberdeen-Angus, ni un costillar de los extraordinarios
corderos de las Islas, sin ponerles encima un jardín, que suelen
tener o en la cocina (en macetas) o junto a ella. Tomillo,
romero, albahaca, hierbabuena, ajedrea, mejorana, cilantro,
menta (sobre todo, menta)... todo les vale. Todo,
menos que la carne o el pescado sepan precisamente a lo que
tienen que saber: son meros soportes, mera tierra vegetal donde
plantar un jardín.
Y las especias. Hay una ciudadana canadiense de origen indio,
que actúa ante las cámaras con modelitos más adecuados para la
alfombra roja de los Oscar que para trabajar en los fogones, que
no propone cosas con especias, sino especias con cosas.
Cardamomo, guindillas, pimentones, cominos, hinojo, clavos,
pimientas, nuez moscada, curry... De todo y en cantidad. "Un
pellizco", dice. Sí: un pellizco de esos que te dejan la marca
seis o siete meses. El otro día vi cómo asesinaba un bogavante
("langosta", decía una y otra vez la penosa versión española,
pese a que eran notorias esas grandes pinzas de las que carece
la langosta) a base de un marinado multiespecias con yogur. Qué
pena.
No me entiendan mal. Soy ferviente partidario de la incorporación
a nuestra cocina diaria de hierbas y especias: dan
alegría a los platos, añaden matices, ofrecen contrastes... Pero
deben quedarse ahí: son actores de los que antes llamábamos
"secundarios" y hoy, para que no se enfaden, "de reparto":
magníficos, pero que no deben comerse a los protagonistas.
Por supuesto que en una lubina al hinojo ha de notarse
el hinojo; pero la lubina tiene que seguir teniendo
ese tenue y delicioso sabor que le es propio, y si se busca otra
cosa es mejor comerse el hinojo directamente; Berasategui tiene
en carta un hinojo en texturas que está estupendo sin necesidad
de añadirle lubina.
Hasta ahora, la cocina española, la popular, usaba
hierbas, pero con prudencia, y cada cocina tenía la
suya: laurel en Galicia, perejil en el País Vasco, tomillo y
romero en Castilla, hierbabuena y cilantro en Andalucía y
Canarias... En cuanto a especias, seamos serios: dejando aparte
la nuez moscada de la bechamel de las croquetas, la especia
dominante en la cocina española era el pimentón. También, en
casos puntuales, los cominos. Y vainilla y canela, pero en los
postres.
Tampoco es eso, la verdad. Las hierbas aromáticas y las
especias enriquecen la cocina, mejoran los platos en
los que se usan... siempre que se usen con sabiduría, sabiendo
cuáles van bien con una u otra cosa, y no usándolas a tontas y a
locas, en plan todo vale. No: no vale todo. Es bueno saber usar
las cosas. Y es malo, en cualquier caso, pasar del uso al abuso.
Sean sabios, también en esto.
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