(Un artículo de Ana Vega Pérez de Arlucea en el Heraldo de Aragón del 21 de diciembre de 2019)
Este manjar del Cantábrico es desde hace siglos el protagonista de estas fiestas, ya que esta época del año es la mejor para su pesca.
«Besugo mata mulo y gana mulo». Esta críptica frase seguramente no signifique nada para ustedes, ni puedan desentrañar nada de ella aparte de su sentido literal, pero a mediados del siglo XVI fue un refrán muy conocido que servía para hablar de aquello que puede ser bueno y malo a la vez, o que trae en sí mismo pérdida y ganancia. El humanista toledano Hernán Núñez de Toledo lo incluyó en 1549 en sus 'Refranes o proverbios en romance', y el dicho se refería a las peculiaridades de la venta de besugos, que entonces todo el mundo conocía. Este pescado fresco se llevaba con tanta prisa desde los puertos del Cantábrico hasta la meseta que muchas caballerías perecían por el esfuerzo, pero el beneficio sacado de su venta era a su vez muy grande. El suficiente como para comprar nuevos mulos y reportar de paso una bonita ganancia al apresurado transportista.
Por el Arcipreste de Hita sabemos que los besugos de Bermeo ya eran cosa conocida en Guadalajara en torno a 1330, así que ya ven, queridos lectores: nos enfrentamos al hecho de que este pez lleva seguramente unos 700 años siendo la estrella de los menús navideños. No solamente porque sea un pescado sabroso y de textura inigualable, sino porque la Navidad es su medio ambiente natural.
Se pesca desde noviembre hasta principios de año y por una maravillosa casualidad del destino gastronómico coincide su mejor momento con las Pascuas invernales. Eso sucede ahora y también, lógicamente, ocurría hace siglos. Entre los refranes de Núñez hay, además del de los mulos, varios dedicados a este pez y uno de ellos deja claro que «en febrero, la castaña y el besugo no tienen zumo».
La temporada idónea era corta y había que aprovecharla al máximo, así que no era raro ver a los arrieros marchando a toda pastilla con las mulas cargadas de banastos besugueros y caminando noche y día sin parar. El objetivo era llegar a una ciudad grande -a ser posible Madrid, Toledo o Valladolid- y vender la mercancía antes de que un inesperado retraso o un día caluroso estropearan el cargamento.
Porque en aquellos tiempos puede que no fueran muy escrupulosos con la conservación de los alimentos, no, pero tampoco pensemos que los consumidores compraban algo que directamente apestara. Al menos no lo hacían los clientes ideales, aquellos capaces de aflojar la bolsa sin dolor y gastarse sus buenos maravedís en un besugo traído de Bermeo, Lekeitio, Santander, Laredo, San Sebastián o Vigo.
El besugo era un alimento de lujo, muy apreciado y digno de las mesas de los grandes señores. Tal y como lo define Sebastián de Covarrubias en su 'Tesoro de la lengua castellana' (1611), su carne es «delicada y sabrosa y libre de espinas, fuera de la que tiene en medio, que con facilidad se despide y aparta de la carne». No solo estaba bueno, sino que permitía presentar en los banquetes un pescado que se partía y se comía con facilidad. Recuerden que aún no estaba en boga el tenedor, de modo que cualquier comodidad a la hora de masticar con cierta elegancia era bienvenida. Por esa razón figura el besugo entre los pescados sencillos de trinchar y propios de un banquete noble que Enrique de Villena (1384-1434) eligió para ilustrar 'Arte cisoria', su obra sobre el arte de cortar.
Mientras que el pavo ha sido tradicionalmente en España la estrella del 25 de diciembre, el protagonismo de la cena del día anterior recaía fundamentalmente en el besugo. El 24 de diciembre estuvo marcado durante siglos en el calendario como vigilia religiosa de obligada abstinencia de carnes, de modo que en esa fecha y antes de que las campanadas de las doce dieran vía libre a la grasa animal, se comía una colación supuestamente ligera a base de pescado y verduras. Eran pues bienvenidos el bacalao en casa de los pobres y el besugo en la de los ricos, acompañados casi siempre de cardo, lombarda, berzas, sopa de almendra y turrones o mazapanes.
Para que se formen ustedes una idea sobre la hidalguía besuguera, sepan que Felipe III comía este pescado por Navidad. Francisco Martínez Motiño, jefe de cocina del rey, incluyó en 'Arte de cocina' de 1661 los besugos frescos como parte del opíparo banquete que se servía en palacio durante estas fiestas. ¿Cómo se preparaban? Pues de muy distintas maneras, pero como decía el cocinero real «de ninguna manera son tan buenos como cocidos con pimienta y naranja».
Se comían en escabeche, guisados, fritos o en empanada, además de asados, pero siempre con un punto de agrio emparentado con la moderna costumbre de acompañarlos con rajas de limón.
Domingo Hernández de Maceras, cocinero del Colegio Mayor de Oviedo en Salamanca y autor de otro 'Arte de cocina' publicado en 1607, explicaba que se asaban en parrillas untándolos con aceite y se servían después con una salsa hecha con ajo, especias, sal, miga de pan y agua o vinagre.
Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon y embajador francés en España en 1721, contó en sus memorias que el besugo era prácticamente el único pescado fresco de mar que se comía en Madrid. «Viene de Bilbao por Navidad y todo el mundo se felicita cuando comienza a aparecer. Es excelente y si se puede se come tanto en días grasos como de abstinencia».
Los mulos y los arrieros pasaron a mejor vida en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el ferrocarril permitió llevar mayor cantidad de capturas a la capital y también en mejores condiciones, gracias al uso de hielo y a la rapidez del viaje. Los madrileños se convirtieron masiva y fervientemente al besuguismo, hasta entonces rasgo de privilegiados, y eligieron usar una receta sencilla que hasta entonces había sido típica únicamente en la costa cantábrica: simplemente asado con limón y, si acaso, escoltado por cebolla y patatas panaderas.
Si lo comen ustedes esta Nochebuena, recuerden su ilustre historia. Y pasen una felicísima Navidad.
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