(Un artículo de Carlos Doncel en El País del 14 de octubre de 2021)
Almorta, tagarninas, 'arroces' sin arroz, huesos de jamón en alquiler... El hambre de muchos españoles tras la Guerra Civil abrió paso a nuevos ingredientes y platos que intentaban a duras penas recordar tiempos mejores.
El blanco pan de trigo desapareció de las mesas de miles de
españoles durante la posguerra para tornarse negro. Y no fue lo único,
también se volvieron inaccesibles para una mayoría pobre muchos de los
alimentos considerados básicos: huevos, queso, carne, leche, fruta
fresca o café. Solo había hambre. Hasta el punto de que, entre 1939 y
1951, “al menos 200.000 personas murieron por inanición o por
enfermedades derivadas de una deficiente alimentación”, tal y como señalan los historiadores Peter Anderson y Miguel Ángel del Arco.
Fue
entonces cuando surgieron numerosos platos hijos de la carestía. Y no
por esa repetida falacia de que el hambre agudiza el ingenio: no tener
prácticamente nada que comer forzó a las clases populares a cambiar
ingredientes en algunas recetas o a mezclar de forma inédita otros
tantos por pura necesidad. Lo poco que había en la alacena se tenía que
aprovechar. Más de una década de guisos casi vacíos, pan negro y sopas
insípidas que conformaron una gastronomía tan propia como paupérrima: la
de la posguerra.
Los alimentos que nadie quería
“En
la posguerra las familias pobres comen incluso peor que antes de la
contienda porque ya no tienen tan a mano patatas, col o tocino. La base
de su alimentación pasa a ser legumbres, frutos y cereales de poco
prestigio, como el centeno o la bellota”, comenta la gastrónoma Inés
Butrón. Además de estos, había castañas, boniatos, lentejas, garrofa,
altramuces o almortas, tal y como recoge la propia Butrón en su libro Comer en España. De la cocina de subsistencia a la cocina de vanguardia.
Precisamente
la almorta, una planta leguminosa, provocó una epidemia a nivel
nacional durante los primeros años de posguerra: “La epidemia de
latirismo que tuvo lugar tras la Guerra Civil española tuvo una relación
directa con el hambre y la desigualdad social. La falta de
abastecimiento y la carestía de los alimentos propiciaron (...) un
aumento de la producción y del consumo de almorta, guija, muela o tito”,
ilustran en un estudio
Isabel del Cura y Rafael Huertas, que explican que si la ingesta de
almorta se mantiene por periodos de uno a tres meses en unas cantidades
mínimas de 200 a 400 gramos, “puede desencadenar una afección
neurológica tóxica sobre individuos normales o sobre población
desnutrida”. Comían su propia enfermedad.
En una época de tanta hambre los límites de lo comestible se ensanchan y
se empiezan a consumir alimentos que hasta entonces no se concebían
como tales. La carne era algo prohibitivo, así que hubo gente que tuvo
que consumir animales poco habituales: “Eso de dar gato por liebre viene
de este periodo, porque el gato cocinado sabe casi igual que la liebre.
En Extremadura incluso hubo gente que comió cigüeñas, perros o burros
pequeños. Muchos tuvieron que traspasar ciertos límites y tomar
alimentos que hasta entonces eran tabú”, declara el doctor en
Antropología David Conde, autor junto a Lorenzo Mariano del libro Cuando el pan era negro.
Aunque el hambre era algo generalizado a toda España, había
diferencias entre aquellos que estaban en el campo y los que residían en
la ciudad, donde vivían a merced de las cartillas y el estraperlo. “En
el campo siempre había algún recurso, como las tagarninas, los cardillos
o el palmito, que no encuentras en las ciudades. Hay una frase muy
reveladora que dice que 'España se comió el paisaje', porque el campo
estaba lleno de todo tipo de hierbas amargas pero comestibles”, relata
Inés Butrón. “Se lo he dicho a mis hijos, aquí venía yo a pacer hierba
como las bestias, que iba a un regato y cogía e iba a por aderones y por
la hierba que hubiera. Allí los cogíamos agrios. No había pan, no había
ná para comer. Hambre, hambre y hambre. Hambre todos los
días”, contó Crescencia, de Montehermoso (Cáceres), a Conde y Mariano
para su obra.
Los platos de siempre, con otro sabor
Pero
aunque los ingredientes cambiaron, los platos, o más bien la idea que
se tenía de ellos, se mantuvieron. El café pasó a ser de achicoria, de
cebada, de algarrobas o de bellotas tostadas para tomar algo que se
pareciera a aquel bebedizo oscuro y caliente imposible de conseguir. “Mi
madre me decía que en Cádiz había recetas como la de papas con carne,
que se hacía con patatas, laurel, vino y ajos, y que te recordaba al
olor del estofado de carne”, dice la escritora Inés Butrón.
La gente no quería dejar de comer los platos que llevaba
años consumiendo, a pesar de que no tuvieran los ingredientes necesarios
para elaborarlos. Así es como se entiende que el cocinero catalán
Ignacio Doménech publicara en su obra Cocina de recursos (Deseo mi comida),
escrita en 1937 y 1938, la receta de la tortilla de patatas sin patatas
ni huevo, hecha con la parte blanca de las naranjas, cebolla, ajo,
harina de trigo, bicarbonato y agua. O la de calamares fritos sin
calamares, con cebollas, harina, agua y un poco de aceite. O los
polvorones y las migas de bellotas que incluyen en su obra David Conde y
Lorenzo Mariano.
“Hay platos que lo que remiten al
original es solo el nombre, no tienen nada que ver ni con los
ingredientes ni con la forma de preparación. Pero pretendían continuar
sus hábitos porque en el fondo, al hacerlo con la comida, estaban
intentando mantener su identidad, lo que eran”, razona Lorenzo.
El consumo de la carne se redujo muchísimo por su elevado coste —según apunta en un artículo
Margarita Vilar, de los 30,92 kilos al año por persona en 1922-26 a
14,36 kilos en 1940—, lo que provocó que se hicieran muy populares
guisos con frutos, cereales o legumbres sin bocado animal alguno. A tal
punto llegó la escasez de este producto entre los más pobres, que en
aquel tiempo surgió la figura del sustanciero:
un hombre que iba casa por casa con un hueso de jamón para introducirlo
unos minutos en la olla de quien quisiera, y de esta forma darle un
poco de sabor al puchero en cuestión. Siempre a cambio de unas monedas,
por supuesto.
Asimismo, la tesis doctoral de Isabel González Turmo, titulada Comida de rico, comida de pobre,
revela la popularidad que alcanzaron recetas como el potaje de
castañas, las gachas y poleás o los potajes de trigo en este tiempo. A
este último plato lo llamaban en algunos pueblos de Andalucía el "arroz
de Franco" o "arroz por cojones" porque, efectivamente, no llevaba
arroz: se preparaba con trigo, tomate, pimiento, ajo y, como única
grasa, aceite. "Para colmo, requería de una pesada y, en muchos casos,
clandestina elaboración, pues la escasez de trigo obligaba a que lo
robaran o almacenaran ilegalmente", precisa Isabel.
Autarquía y cartillas de racionamiento, las causas del hambre
Franco
implantó cuando tomó el poder en 1939 una política económica basada en
la autarquía, esto es, en el autoabastecimiento del país. Una medida
que, según define el doctor en Historia Miguel Ángel del Arco,
“fue un absoluto fracaso”. Pero aquello era una dictadura, claro, así
que la propaganda franquista procuró eximir de toda culpa al régimen por
el empeoramiento de la hambruna que había provocado esta decisión.
“Hubo
un momento en que el régimen ya no pudo ocultar el hambre y lo achacó
primero a las consecuencias de la Guerra Civil, al aislamiento
internacional, luego a la Segunda Guerra Mundial y después a la sequía.
Pero la historia ha demostrado que ninguno de esos argumentos son lo
bastante sólidos como para justificar un periodo de hambruna de 13
años”, explica el antropólogo David Conde. “En el bando republicano en
la Guerra Civil sí hubo un hambre importante, pero nada fuera de lo
normal dentro de un contexto bélico. Durante la posguerra, a una
situación de base mala se unió una catastrófica derivada del desastre
que supusieron las políticas autárquicas impuestas por Franco”, apunta
Conde.
Otra de las medidas que adoptó la dictadura
franquista para intentar solucionar la escasez de alimentos fue la
implantación en 1939 de las cartillas de racionamiento, que se retiraron
en 1952. Estas partían de una optimista y sencilla idea: lo que
tenemos, que se reparta de forma equitativa entre todos. Pero como
ocurre en cualquier dictadura, la realidad fue bien distinta: “La
diferencia entre lo que el régimen publicaba que debía entregar con la
cartilla y lo que al final llegaba era muy grande. Si decía que tenían
que dar 400 gramos de garbanzos, muchas veces llegaban 150. Este era el
drama”, ilustra David Conde.
Además, las cantidades de alimentos que fijaba la dictadura
por persona eran ya de por sí escasas. Para hacernos una idea, según el
libro Comer en España, en 1946 cada español recibió de media al
año 2,11 kilos de legumbres, 60 gramos de tocino, 650 de bacalao y 690
de pasta para sopa, por ejemplo. Una miseria.
Esta
política basada en el extremo intervencionismo de productos básicos y en
la fijación de precios provocó, según afirman Anderson y del Arco, que
floreciera el mercado negro en toda España, que desaparecieran de los
comercios muchos alimentos de primera necesidad y que los precios se
elevaran “de forma espectacular”. En definitiva, lo que en un principio
pretendía remediar la escasez, solo consiguió aumentar aún más el hambre
de las familias con pocos recursos.
Una hambruna de clase
Mientras
cientos de personas morían por desnutrición o por enfermedades causadas
por una mala alimentación, otros se hacían ricos con el estraperlo.
“Hay que tener en cuenta que no todo el mundo pudo acceder al mercado
negro. Eso hace que el hambre de posguerra en España fuera muy desigual:
el que tenía medios iba al mercado negro y podía comprar lo que fuera”,
dice el antropólogo Lorenzo Mariano.
Un producto tan
básico y elemental como el pan pasó de costar en Palencia 0,44 pesetas
la pieza de 650 gramos en julio de 1936, a 6 pesetas el kilo en el
estraperlo en el año 1941. En la misma ciudad, los huevos subieron desde
2,40 pesetas la docena en julio de 1937 hasta las 18 pesetas que
alcanzó como precio máximo solo cuatro años después, según el
historiador Cándido Ruiz. El salario medio de un trabajador de la industria en 1945, tal y como recogió Público,
era de 12,27 pesetas al día. “El mercado negro era una cosa
prohibitiva, no era una solución para todo el mundo”, declara Lorenzo.
Todo
esto ocurría mientras en el Palace de Madrid se celebraban menús a los
que acudían la élite económica, grandes estraperlistas y gente del
Régimen, y que consistían, en el caso del dos de diciembre de 1947, en
“caldo doble de gallina, gran surtido de fiambres, bellavistas de foie-gras, pavo trufado, ensaladilla Gredos, melocotón helado, tarta mascota y café”, según recoge la obra Comer en España.
Las clases bajas, con cartillas de miseria y productos básicos con
precios infladísimos, sobrevivían a base de ingredientes indeseados y
recetas poco nutritivas.
Por suerte aquel periodo de
hambruna colectiva pasó y muchas recetas desaparecieron con él. Los que
sobrevivieron a aquel trágico periodo han fallecido en su mayoría o
tienen ya una edad muy avanzada. “Nosotros llegamos, tarde pero
llegamos. Casi una década después, con personas que rondan los 90 y 100
años, es muy complicado recoger relatos de primera mano”, admite David
Conde. Solo nos queda recopilar sus testimonios y acercarnos a esta
gastronomía de la miseria para honrar la memoria de aquellos que
comieron cuando no había nada que comer.
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Tortilla de guerra con patatas simuladas
Esta
es la receta que creó el cocinero Ignacio Doménech para su libro Cocina
de recursos (Deseo mi comida), publicado en 1941 y redactado tres años
antes. "En esta época, ni los enfermos pueden disponer de esos
brillantes de la cocina que son las patatas. Lo mismo ocurre con los
huevos, es un afortunado el que consigue huevos frescos a 50 pesetas la
docena", escribió Doménech.
TORTILLA DE GUERRA CON PATATAS SIMULADAS
Ingredientes
Para 3 personas
3 naranjas de corteza gruesa
Cebolla
Sal
1 diente de ajo
Aceite
4 cucharadas de harina de trigo
1 cucharadita de bicarbonato
Un poco de pimienta blanca en polvo
Agua
Preparación
Rallar la cáscara de la naranja hasta que aparezca la parte blanca.
Cortar esta parte blanca en pedacitos aplanados con un cuchillo fino. Echar las tiras en agua durante dos o tres horas.
Cuando
haya transcurrido este tiempo, escurrir, salar y freír en una sartén
con un poco de cebolla cortada como si se tratara de una tortilla de
patatas normal.
Para la composición "huevo", frotar el fondo de un
plato sopero con el ajo, añadir tres o cuatro gotas de aceite, sal, la
harina, el bicarbonato, la pimienta blanca y 8-10 cucharadas de agua.
Batir hasta que no se haga grumo alguno.
Mezclar la cebolla y las
mondas de naranja fritas con la composición "huevo", verter en una
sartén y cocinar por ambos lados a la manera de una tortilla
tradicional. Servir.