martes, 30 de septiembre de 2025

Sobre el origen de la croqueta

(Extraído de un artículo de Mariano Millán en el Heraldo de Aragón del 11 de enero de 2025)

El origen de este bocado es titubeante. No obstante, todas las fuentes miran a Francia cuando se pregunta por sus raíces. Según e! Diccionario Gastronómico de Larousse, 'croquette' es una pequeña porción crujiente, como reflejó Francisco Abad Alegría, colaborador de este suplemento. Además, la mayoría de las voces mencionan a Marie-Antonin Caréme como su artífice, quien se considera uno de los 'padres' de la alta cocina francesa, el chef de reyes. 

Sirvió a Napoleón y a Jorge IV, fue enviado a trabajar con el zar Alejandro I, estuvo en la corte de Viena, en la embajada de Inglaterra y en casas de miembros de la nobleza. Precisamente, se estima que así se introdujeron las croquetas en los hogares de la aristocracia. Caréme preparó estas delicias para un banquete real que se celebró el 18 de enero de 1817 y las llamó 'croquetes á la royale'. 

Dejando a un lado las referencias internacionales, en España se encuentran citas en los apuntes gastronómicos de Alejandro Dumas, cuando visitó el país como enviado a la boda de la infanta Luisa Fernanda con el duque de Montpensier en 1846. Entonces habló de las «croquetas de patata». Y Emilia Pardo Bazán determinó que la croqueta se había enriquecido al aclimatarse en España: «La francesa es enorme, dura y sin gracia. Aquí, al contrario, la hacen bien; se deshacen en la boca, de tan blancas y suaves».

 

viernes, 26 de septiembre de 2025

Nueva denominación de origen: Solar de Urbezo

Fue en marzo de 2019 cuando Bodegas Solar de Urbezo emprendió en solitario el camino para conseguir que sus vinos pudieran lucir una marca de calidad que garantiza las cualidades y singularidades asociadas a un territorio muy concreto: 232,0214 hectáreas situadas en el término municipal de Cariñena (Zaragoza), «justo en el centro del rectángulo ideal que forman los ríos Ebro, Jalón, Huerva y Jiloca, en el somontano de la Sierra de Algairén donde reciben la influencia de los vientos procedentes del Moncayo», como recoge su pliego de condiciones. 
 
Un recorrido de cinco años que llegaba a la meta el pasado 18 de octubre cuando el Boletín Oficial de la UE publicaba la inscripción en el registro de indicaciones geográficas protegidas una nueva denominación de origen vínica aragonesa. Se llama Urbezo y es la sexta de Aragón.

martes, 23 de septiembre de 2025

Manzanas en la cocina

(Un artículo de Francisco Abad Alegría en El Heraldo de Aragón del 4 de enero de 2020)

La famosa manzana de Eva, dicen los sabios que en realidad era con toda probabilidad una granada. Pero la de la madrastra de Blancanieves sí que era una hermosa manzana. En ambos casos, mal asunto.

Desde la manzana del ya extinto dentífrico Tanisol, a 'una manzana al día aleja al médico' (no somos tan peligrosos) o a la dietética recomendación de la manzana para llenar la andorga sin engordar al tiempo, la manzana está presente en la despensa, la fresquera, el caño o el frigorífico. Donde más en el frigorífico de los mayoristas fruteros, que la almacenan durante mucho tiempo para regular los precios de mercado, lo que aprovechan los caritativos recaudadores para decirnos que tiramos la fruta que los pobres necesitan: no somos nosotros, sino la ganancia de mayoristas.

Pero la manzana no es únicamente postre, merienda o tentempié y cuando entra en la cocina lo hace pisando fuerte. Aunque en los libros (de verdad, los libros no muerden, aunque no sean de Oliver o los hermanos Torres) encontrarán muchos datos sobre cocina con manzanas o su vinagre, además de la famosa tarta americana o la Tatin, las asadas o su compota con canela y clavo, como la famosa pava de la copla, intentaré darles unas notas sobre su empleo de formas menos habituales.

LA FRUTA. Una fórmula sencilla, apetitosa y además apta para estómagos débiles y colesteroles desmelenados es la de conejo con manzanas. Pocas cosas hay tan poco sabrosas como un conejo que no sea de caza o que no esté integrado en un rancho o una paella clásica. Pero la manzana le presta una alegría muy especial. Partiremos de un conejo convenientemente troceado, que se dorará en algo más de aceite de oliva del que emplearíamos habitualmente, tras salpimentar.

Una vez dorado, se retiran todos los trozos y se saltea en el aceite restante cebolla dulce abundante y bien picada, salándola ligeramente, hasta que se rinda. Entonces se reincorpora el conejo antes salteado, moviendo bien, si se quiere alegrando aroma y color con un poquito de pimentón dulce murciano o de La Vera, según personal gusto, mojando con un chorrito pequeño de vino blanco liviano de sabor pero con cuerpo, como el macabeo que se cría a los pies de nuestra sierra de Algairén.

Cuando retorne la cocción alegre, se añade una generosa cantidad de manzana, pelada y cortada en gruesos gajos, de consistencia firme (por ejemplo fuji o verde doncella, porque la reineta se deshace muy pronto), se ajusta un poquito la sal y se deja hacer a fuego suave con la cobertera puesta, lo que produce tres efectos: acaba la cocción de la carne, que no suele durar más de media hora, incorpora humedad al guiso y aporta aroma al tiempo que acelera el proceso por el efecto ablandador de la manzana. El conejo ha dejado de ser alimento de dieta y se ha transformado en un manjar perfectamente civilizado y apetitoso.

Podemos intentar un postre sorprendente para algunos, confeccionando una tortilla de manzanas. Tendremos, la picardía de preparar antes un merengue común con clara batida y azúcar pulverizado, que no saldrá a la mesa hasta que al final de la comida se oiga algún comentario desdeñoso sobre la oportunidad de presentar para acabar la comida una tortilla de patatas. Porque esa es la apariencia final.

Se trocean manzanas peladas y descorazonadas en gajos un poquito más gruesos que los que haríamos para elaborar una tortilla de patatas convencional y a continuación se hacen en sartén sobre mantequilla fundida, a fuego medio.

Cuando la manzana ya está bastante hecha, lo que tarda poco tiempo, se espolvorea por encima una pizca de sal, que potencia el sabor, y una generosa cantidad de azúcar blanco, removiendo con suavidad, hasta que los gajos de manzana estén ligeramente dorados y bien hechos, con la misma apariencia de lo que ocurriría con unas patatas para tortilla.

Entonces se escurren en un gran colador y se mezclan, según arte, con los huevos batidos que emplearíamos para hacer la famosa tortilla de patatas convencional. Se cuaja el conjunto en sartén con mantequilla con unas gotitas de aceite de oliva, hasta conseguir una tortilla perfecta. Se sirve templada como postre, con el truco indicado del complemento del merengue que les indiqué y ya verán cómo la familia disfruta de tan sencillo trampantojo culinario.

LA SIDRA. Los humanos nos las hemos arreglado desde tiempos inmemoriales (ya hay documentos de empleo de cerveza en la Mesopotamia y Egipto del siglo XIX a. C.) para poner algo de alcohol en nuestra vida. Pero la manzana no es muy rica en azúcares que fermenten para dar bebidas de alta graduación alcohólica, como el vino, dando tras majarla, prensarla y decantarla un mosto que fermenta, generando una bebida de poco grado, rara vez mayor de 8 grados de alcohol, muy aromática y con la cualidad adicional de ser muy rica en ácido mélico y oxálico. Todo ello confiere a la sidra cualidades muy especiales para la cocina, que no vamos a desaprovechar.

La salsa de sidra es un complemento sencillo y liviano para acompañar pescados tanto blancos como azules. Su confección es sencillísima y consiste en cocer a fuego suave en sidra natural (no gasificada) algunas manzanas peladas y troceadas, hasta que literalmente se deshagan, no dejándolas en trozos reconocibles como en una compota; se puede aromatizar con un poco de pimienta blanca molida o una pizca de nuez moscada. Luego se remueve todo con una batidora manual de varilla, dejando que el calor residual acabe de redondear la salsa que serviremos caliente o fría sobre el pescadito asado o hecho al vapor.

Hace ya tiempo que, empezando por Asturias, se popularizaron los chorizos a la sidra. Son choricillos de sarta, bastante que para que no revienten al cocer, se pinchan por toda su superficie. Se ponen los chorizos en un recipiente, si es posible de barro, y se mojan con sidra natural, sin ahogarlos, dejándolos cocer a calor medio, de modo que al tiempo que cuecen, van soltando la mayoría de su grasa y el líquido se reduce, quedando como una salsa roja y densa como fondo. Mientras aún están al calor, una maniobra que alegra la presentación, aunque no es obligada, es añadir un poquito de aguardiente de orujo y acercar una llamita, dando un flambeado por la combinación del alcohol y la combustión de parte de la grasa, sirviendo inmediatamente.

Del mismo modo que se hacen pescados o volátiles a la cerveza o el vino, un humilde pollo a la sidra resulta sorprendentemente bueno y digno de comida de fiesta más que un plato para economías modestas. Pongan en un puchero un pollo más bien grande, de unos 2 kilogramos o más, troceado, acompañándolo con una buena cantidad de champiñones en trozos grandes, buena cantidad de cebollitas de verdeo en tiras, bastantes zanahorias en rodajas, un dedo de jengibre pelado, algo de sal y una botella entera de sidra natural. Partiendo de todo en crudo, la preparación cocerá quedando perfecta de sabor, aroma y jugosidad gracias a la acción de la sidra.

VINAGRE DE SIDRA. Déjenme recordar, por fin, una receta simplicísima que hacía una tía mía de Asturias: bonito en vinagre de sidra. Tomen una rodaja no más gruesa que un dedo, sálenla y fríanla hasta dorar. Queda seca, pero como la van a dejar después cubierta de vinagre de sidra durante un par de días, tendrán un aperitivo gustoso, que se toma rompiéndolo con los dedos.

martes, 16 de septiembre de 2025

De congresos y otros antiguos saraos culinarios

(Un texto de Ana Vega Pérez de Arlucea en el Heraldo de Aragón del 26 de enero de 2019)

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Yo, por mi parte, pongo aquí mi granito de arena a esa vuelta a los orígenes hablándoles hoy de la historia de los congresos gastronómicos, bastante más larga de lo que a priori se podría pensar. Allá por 1873 se celebró en París el primer gran certamen culinario, un magno evento que siguiendo la moda de las exposiciones universales de la época atrajo miles de visitas a base de fabulosas curiosidades, demostraciones científicas 'in situ' e infinidad de stands de productores o inventores. Francia era entonces el centro gastronómico del mundo y la exposición parisina lo demostró, provocando de paso sana envidia en otros países deseosos de presumir de patrimonio culinario y avanzada alimentación racional. A París lo siguieron Berlín en 1877, Bruselas en 1886, Londres en 1889 y después incluso capitales regionales de sabrosa tradición como Lyon o Burdeos. De mientras, en una España dominada por el arte de los fogones franceses y algo harta de la predominancia del menú extranjero, se debatía tímidamente sobre la posibilidad de organizar una exposición análoga pero con resabio castizo.

Dentro de los limitados círculos sociales de nuestro país entre los que el asunto gastronómico despertaba interés, se hablaba de la importancia de crear una cocina nacional o al menos federada que ensalzara los platos típicos y los ingredientes tradicionales de cada región. En 'La mesa moderna' (Mariano Pardo Figueroa y José Castro Serrano, 1888), el primer ensayo gastronómico escrito en España, se hablaba de la necesidad de que «a la primera circunstancia oportuna se celebre en nuestro país una Exposición de materia gastronómica, que abarque cuantos frutos y confecciones gocen de legítima fama por las provincias del Reino. Reunir en un solo punto y al fácil examen de las gentes todo lo que hasta en el último rincón de España se produce de bueno y caprichoso para la mesa». Noble misión, algo alejada de lo que eran por aquellos años los certámenes culinarios al uso. En ellos se enseñaban platos, o más bien piezas supuestamente comestibles, caracterizadas por su barroquismo estético y complicadísima confección. Con ocasión de la feria culinaria de Londres, en 1889, un artículo publicado en el periódico El Siglo Futuro decía que sí, que la galantina de trufas reproduciendo una escena bíblica o el carro de Neptuno hecho con crema eran muy bonitos pero nada útiles ni prácticos, mientras que «una exposición culinaria que obedecieses a las necesidades de la época moderna debería ser un certamen dedicado a la mejor preparación de las viandas, aplicando a ellas los adelantos de la ciencia».

Pese a las buenas intenciones, aún habría que esperar bastantes años antes de ver un sarao culinario organizado en nuestro país. El primero sería la Exposición Nacional del Arte Culinario Español celebrada en Barcelona entre el 23 de febrero y el 31 de marzo de 1910 en honor del vigésimo quinto aniversario de la Sociedad Artística Culinaria de la capital catalana. El mundillo profesional, conformado por activas asociaciones de cocineros, camareros y fondiastas, comenzaba a moverse y en 1912 por ejemplo tendría lugar el primer concurso de cocina española, un torneo pionero que aspiró, igual que los congresos actuales, a crear un ambiente de camaradería entre los profesionales del ramo y a impulsar la creatividad de cada uno de ellos, empleando sus mejores técnicas y compartiéndolas con los demás. En 1916 se monta una «exposición culinaria y de adornos de mesa» en Barcelona, convocada por la Sociedad Artística y la Alianza de Camareros y celebrada en el Palacio de Bellas Artes.

Más importancia, al menos de cara a la galería de la prensa y el palique profano, tendría la 'Primera Exposición Internacional de Industrias de la Alimentación, Arte culinario y derivados' de Madrid en 1925. Un título larguísimo para un certamen con vocación generalista, que llegó a anunciarse a toda página en ABC como «la más curiosa, la más interesante la más nutritiva de cuantas exposiciones se han celebrado en España». Entre el 11 y el 26 de abril y por una peseta la entrada, los visitantes del Palacio de Hielo madrileño podían asistir a degustaciones gratuitas de vinos, jamón, embutidos, mermeladas, aceite o conservas de reconocidas marcas, además de a demostraciones de cómo se hacía la mantequilla de Mantequerías Arias o la fritura perfecta de pescado por parte de Pescaderías Coruñesas. La visita incluía conferencias prácticas de cocina por parte de chefs de los mejores establecimientos madrileños, con 500 sillas preparadas para el público, y un recorrido por el pabellón de Gas Madrid, compañía que expuso sus más modernos modelos de cocina y hornos a gas. «Aperitivos, sandwichs, café, leche, licores, jarabes, todo en calidades propias de una exposición», proclamaba el cartel.

Las reivindicaciones laborales coparían el programa de los congresos de arte culinario celebrados durante los años 30, más preocupados por las condiciones de trabajo que por la creación de nuevos platos. Luego la guerra, la posguerra y el racionamiento acabaron con el incipiente movimiento gastronómico español, que sólo empezó a recuperarse en los años 60 de la mano de las Jornadas Gastronómicas de San Sebastián y en especial de las Convenciones Internacionales de la Cocina Española, de las cuales hubo seis ediciones a partir de 1964 y que presididas por Néstor Luján abrieron la puerta de los verdaderos simposios con ponencias y mesas redondas. De otras mesas redondas, como la histórica del Club de Gourmets de 1976, tendremos que hablar otro día. Por ahora quédense con la idea de que hubo otro Madrid Fusión, allá en 1925, que también aspiró a deslumbrar al mundo.