(Un texto de Carmen Macías en elconfidencial.com del 11 de noviembre de 2022)
De origen incierto, los tomates pudieron originarse en los Andes peruanos, donde existían como una planta silvestre que crecía olvidada a sus anchas, pero, cuando los colonos la introdujeron en Europa, todo cambió... a peor.
Los hay rojos,
amarillos, verdes, rosas, morados, redondeados, achatados,
grandes, pequeños, asurcados, lisos… Todos y cada uno de ellos
resultan un manjar popular omnipresente en la concepción
moderna de la gastronomía. Sin tomates, sencillamente, la cocina actual no
se entendería. ¿Qué es sin él el pisto, el salmorejo, el
gazpacho, la pasta o cualquier cosa que se te ocurra? Sin
embargo, aún quedan personas que los detestan, un repudio que
parece acompañar la historia de esta curiosa fruta desde que
llegó por primera vez a Europa a finales del siglo XVI.
De origen incierto,
los tomates pudieron originarse en las tierras de los
Andes peruanos, donde existían como una pequeña
planta silvestre que crecía a sus anchas. Poco se parecía
aquella planta a la tomatera en la que estás pensando y mucho
menos ofrecía el tomate en el que estás pensando. Era un tomate tipo cherri, de color amarillento y
más bien ácido cuyas semillas llegaron a Mesoamérica
transportadas por el viento o, tal vez, en el estómago de
algunas aves migratorias.
Así, poco a poco, se
fue domesticando de mano en mano entre las culturas agrícolas de
Perú, Ecuador y México. Esta domesticación, junto a los viajes
asociados a ella, implicó una importante pérdida de su
diversidad genética.
Resulta paradójico,
como apuntan en The Conversation
José Blanca y Joaquin Cañizares, ambos profesores de Genética en
la Universidad Politécnica de Valencia, que esta especie
cultivada en la actualidad disfrute de una inmensa diversidad de
tipos de fruto a pesar de haber perdido la mayoría de su
potencial genético: "Durante el siglo XX, los
agricultores que lo mejoraron tuvieron que buscar genes de
resistencia a enfermedades entre las especies
silvestres porque la cultivada los había perdido durante su
domesticación", explican, reconociendo que la selección, tanto
la natural como la artificial, de una planta funciona eligiendo
las variedades más adecuadas para cada situación, adaptándola
para superar problemas medioambientales inesperados, por lo que
"sin diversidad no hay evolución posible".
Su nombre proviene del concepto azteca tomatl,
aunque también de xitomatl. Ambos significan
'fruta redonda', pero con ciertas diferencias que las lenguas
latinas siguen conservando pese a la historia que va consigo.
Precisamente quienes se dedican a estudiarla desconocen cuándo
llegaron los tomates a Europa para ser lo que son ahora.
En ese trazo a veces
perdido, es gracias a Bernardino de Sahagún que tenemos
constancia del uso ancestral del tomate en la cocina de los
indios cuando en su Historia general de las cosas de Nueva
España habla de los mercados indígenas y de la costumbre
de vendedoras de platos preparados haciendo el tomado, unos
guisados hechos de pimientos y tomates, explica el investigador Carlos
Azcoytia, autor de Historia de la cocina occidental.
"Suelen poner en ellos pimiento, pepitas de calabaza, tomates,
tomates gordos y más cosas que los hacen sabrosos", recogía
Sahagún. Este texto, traducido a la lengua náhuatl, hace la distinción
entre un tomatl (pequeños y agrios)
y un xitomatl (más grandes, gordos y
jugosos).
Las semillas del expolio
Son más datos que
esos, se considera que, en algunos de los famosos viajes de Colón y compañía para el saqueo y
expolio de aquellas tierras, una pequeña representación
de las variedades existentes ya allí tuvieron que
acabar desembarcando en Andalucía. No obstante,
no hay rastro de ellos en el papel: "Los colonos registraron
cuidadosamente la cantidad de oro y plata que trajeron hasta
Sevilla, por ejemplo, pero no mencionaron nada de semillas de
tomate", apuntan Blanca y Cañizares.
Aquellas semillas, en
cualquier caso, ya producían tomates rojos grumosos similares a
las variedades que en la actualidad conocemos como "reliquia".
Es decir, llegaron domesticados, listos para el cultivo
del que se encargaron las clases populares de España e
Italia, pues las clases dominantes consideraban el tomate un
alimento poco saludable y una mera curiosidad botánica. Estaba
bien, decían, como decoración, pero ni su color ni su forma ni
su olor llamaban la atención de la sociedad blanca.
Partiendo de la exigua
diversidad llegada desde América, fueron las familias
de campesinos agricultores los que consiguieron generar la
gran diversidad de tipos de tomates europeos que colman nuestros huertos y despensas.
Peligro de tentación
Sarah Laskow explica
en Atlas Obscura que la sociedad
europea asoció esta planta con la solanácea mortal, debido en
parte al herbolario italiano Pietro Andrea Matthioli, quien la
etiquetó como "manzana dorada" en lo que se considera el primer
registro escrito del tomate de 1544. "Esto generó asociaciones
bíblicas en torno al tomate como que era una fuente peligrosa
de la tentación, y permaneció bajo esa condición
durante décadas", añade Laskow.
Al mismo tiempo, la
histeria masiva sancionada por la Iglesia y el Gobierno o "la
manía por cazar brujas" estaba desarrollándose sin
frenos. Mientras el tomate se asentaba, las mujeres eran
quemadas, ahogadas, ahorcadas y aplastadas después de juicios
tanto en tribunales seculares como religiosos donde las
señalaban como peligro social. ¿Y qué tiene esto que ver con
esta fruta?
Resulta que los
cazadores de brujas empezaron a interesarse en discernir
la composición de lo que creían el ungüento que les hacía
volar sentadas en sus escobas. Una potente sustancia
mágica, consideraban algunos, que permitía encuentros con el
diablo en las alturas; transformaba a la bruja en un hombre
lobo, como se describe en los estudios de caso del prolífico
cazador de brujas Henry Boguet, y hasta hacía las veces de
refugio desde el que acechar escondidas.
La prima belladona
Los ingredientes
clave, registrados por el médico del papa Andrés Laguna en 1545,
fueron acordados por consenso: la cicuta, la belladona,
el beleño y la mandrágora, los tres últimos son parientes botánicos cercanos del tomate. De
hecho, la similitud de los tomates con la belladona es evidente
incluso para un ojo inexperto. Se trata de plantas prácticamente
idénticas entre las que es muy difícil notar la diferencia entre
los tomates cherri amarillos y la mandrágora alucinógena. La
maldición sobre la tomatera estaba asegurada.
Mientras tanto, en
1585, un escritor sugirió que cocinarlos "con pimienta, sal y
aceite", pero dejando a un lado la superstición cristiana, les
quitaba interés porque aseguraba que provocaban mal aliento.
Todo eran trabas para este alimento que continuó creciendo en
los jardines. Era ya 1600 cuando a este lado del charco
comenzaron a comer los tomates cultivados. Primero
en Andalucía, donde el clima hizo que las cosechas de la nueva
fruta proliferaran. Cuando se decidieron a probarlos, imitaron
el plato más básico que los hombres habían encontrado en México:
hicieron salsa al estilo azteca, con aceite y chiles.
Francisco
Hernández fue probablemente el primer escritor europeo en
describir la salsa. Felipe II lo había enviado a México a
catalogar todas las plantas que allí pudo encontrar, lo que le
llevó siete años. En un capítulo que trata sobre "plantas agrias
y ácidas", Hernández señaló cómo la gente en México comía
tomates. Hicieron, escribió, "una salsa deliciosa para mojar con
tomates picados, mezclados con chile", que combinaría con casi
cualquier plato.
Tomate "al estilo español"
Los italianos, sin
embargo, no quedaron impresionados. Rudolf Grewe, profesor de
Lógica Matemática que, tras jubilarse, se dedicó a investigar la
historia de los alimentos, rastreó durante la década de 1980
las primeras recetas europeas con tomate. La
recopilación que logró publicar en el Journal of Gastronomy
transita desde 1692 hasta 1745.
La primera
receta europea escrita que emplea tomates, sostiene
Grewe en su trabajo, fue publicada en el libro de cocina
Lo scalco alla moderna en 1692. Con ella, en
Nápoles, intentaban recrear salsa de tomate "al estilo español":
bastaba con tomar media docena de tomates maduros, ponerlos a
asar en las brasas y, cuando estuvieran chamuscados, quitarles
la piel con diligencia y picarlos finamente con un cuchillo.
Agregar cebollas picadas finamente, chiles picantes también
picados y tomillo en pequeña cantidad. Mezclar todo y ajustar
con un poco de sal, aceite y vinagre.
Según señala el
historiador culinario Andrew F. Smith en Jstor, esta
historia de terror y repulsión se repitió después en Estados
Unidos, donde los tomates no se cultivaron hasta
principios del siglo XVIII en las colonias del sur. De verdura
ornamental también allí pasaron a alimento en la década de 1820.
¿O hay que hablar de medicamento?
¿Un medicamento?
Al norte del
continente del que eran originarios, fueron los médicos, muchos
de ellos formados en la Europa continental, quienes popularizaron el tomate. Uno de ellos, John
Cook Bennett, fue especialmente insistente con el asunto, dice
Laskow. Cook afirmaba que esta fruta podía
tratar la diarrea, aliviar la indigestión y proteger a quienes
viajaban hacia el oeste y el sur del "peligro que
acompaña a esos violentos ataques de bilis a los que están
expuestas casi todas las personas no aclimatadas". Como un
auténtico predicador, instó a la gente a comer tomates crudos,
pero también en forma de salsa, fritos o encurtidos.
Para el siglo XIX, el
tomate era ya una estrella en las cocinas. En 1865, un
artículo publicado en The American Agriculturalist
proclamaba: "Que ningún amante del delicioso tomate se
desanime de disfrutarlo por temor a tomar cualquier
cosa que tenga la más mínima semejanza con el calomelanos o
cualquier otra medicina, sino que coma tanto como quiera sin
pensar en su hígado o su médico".
Con todo ello,
manifiesta Azcoytia, la ignorancia sobre el pasado y
domesticación de este alimento "se debe en parte a la
labor de los españoles de borrar toda la memoria
histórica de los aborígenes americanos con su
invasión cultural que pasó también por lo religioso y terminó
por la gastronomía misma, imponiendo sus costumbres en todos los
ámbitos sociales". Prueba de ello, recuerda, la tenemos con el
segundo viaje de Colón, "cuyo cometido no fue otro que el de
enviar semillas y alimentos al gusto europeo en un claro
desprecio por la gastronomía de los pueblos indígenas".